Semanas del 25 de diciembre al 7 de enero

El regalo de Amazon no llegaba a tiempo.

Había cola en la sección de juguetes de El Corte Inglés.

No encontraba la muñeca en la tienda.

Yo este año les he dado dinero para que sus padres le compren lo que quiera.

Mantener el secreto de la Navidad intacto es como caminar por un campo de minas. 

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En el mostrador de facturación nos dicen que el carro de A tendrá que ir en bodega. Pero es una pieza de equipaje de mano, respondemos, y comenzamos a enumerar la normativa al respecto. En ese caso, pregunten al personal de embarque.

Al llegar a la puerta de embarque la persona que hay allí nos dice que tenemos que facturar el carro. Repetimos la explicación. Preguntad al personal de pista, responde, encogiéndose de hombros.

Cuando el personal de pista se acerca a nosotros a los pies del avión repetimos la historia por tercera vez. Cada vez más perfeccionada, en versión 3.0. De acuerdo, nos dice un hombre con unos cascos, un chaleco y una carpeta entre las manos. Podéis preguntar al personal de cabina, a ver qué os dicen. 

La azafata nos mira aburrida mientras le explicamos toda la historia del carro. Yo no he visto nada, responde, cortando el final de la frase. 

Y éste es un ejemplo perfecto de cómo las cosas se solucionan, muchas veces, por puro aburrimiento.

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Hola, ya hemos llegado. Todo está fenomenal pero no hay casi vasos ni platos y somos cuatro personas. Tres días después, cuando regresamos por la noche al apartamento en la que será nuestra última cena en la ciudad, un único plato verde nos espera sobre la mesa. Problema resuelto.

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Oporto se cae en pedazos pero qué hermosas son esas baldosas medio rotas, las fachadas apuntaladas, los edificios abandonados con letreros de otra época.

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Compro dulces como si fuera una maestra pastelera. Pão de Ló. Croissants. Pastéis de nata. Rebanadas. Bolachas de batata. Bolo do rei. Probaría toda esa pastelería amarilla y reluciente. Me comería Portugal entera.

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Observo todo con atención, pero mi cerebro también está de vacaciones y no soy capaz de escribir más que sobre obviedades: la espera en la Torre dos Clérigos junto a un grupo de amigos franceses cuyos niños son peligrosamente iguales entre ellos. La talla de madera de Cristo ensangrentado que da miedo a J2 en la Iglesia do Carmo hasta el punto de salir huyendo. Mi odio profundo a los turistas japoneses.

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La ciudad es un cielo gris. Los charcos se forman entre los huecos de los adoquines. Las luces de navidad se reflejan en el agua y crean destellos rojos y verdes. La niebla asciende desde el río y se confunde con el humo de un puesto de castañas.

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Una mujer se ha hecho fuerte en una de las vallas de la cabalgata de reyes. A su lado, un niño que no llega al metro de altura mira hacia todos los lados, despistado. J2 y L se colocan a su lado, se agarran a la valla metálica. ¡Te dije que no te movieras ni un centímetro! Grita nerviosa la mujer a su hijo. ¡Ahora no cabrá Arantxa! Los minutos pasan, la gente se va arremolinando para ver la cabalgata. ¡Arantxa no va a tener espacio! Exclama, sin mirar a nadie en concreto, como si la multitud fuera a recoger su queja. Finalmente empieza la cabalgata, pasan los figurantes, los Reyes Magos, la muchedumbre se disuelve. Ni rastro de Arantxa. Me temo que no existe.

En la foto, Oporto, el Douro y las casas más enteras de toda la ciudad.

Semana del 6 al 12 de noviembre

J1 ha comprado en los chinos material para construir dos casas. Se afana en rellenar el hueco de la pared, en que todo quede bien, arreglando el desaguisado del electricista. Cuando por fin termina descubrimos que el enchufe está torcido. Le veo tan desesperado que empiezo a explicarle cómo los griegos sabían que lo idéntico no era hermoso, y por eso hacían sus construcciones ligeramente asimétricas. No le convence. A mí tampoco. 

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Hay varios sonidos que te congelan la sangre en las venas: el rascar de uñas sobre una pizarra. El chasquido previo a la caída libre. La música que aparece en los títulos de crédito de una película de terror. La tos de una niña de dos años a la una de la madrugada.

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Estoy en la habitación de un hotel en T que vivió días mejores. Es una alcoba lúgubre. El papel de la pared es verde oscuro, los muebles son regios y las cortinas están amarillas. Fuera diluvia y hay una ciudad que apenas he visto todavía. Solo diez minutos de paseo que han bastado para reconocer otra ciudad italiana: adoquines, calles y plazas tomadas por los coches y palacetes decadentes. 

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Paso tres horas en un cuarto de hotel en absoluto silencio sin hacer nada de provecho. La felicità.

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Como mucho. Bebo mi copa de vino. Tengo mucha sed pero casi no hay agua en la mesa y no me atrevo a pedir más. De repente descubro un pequeño insecto en mi mano derecha, parece una hormiga con alas. Lo aplasto sin dificultad. Al momento me empieza a picar mucho la mano, aparecen casi de inmediato varios habones. Siento cómo mi mano se va hinchando, cómo pierdo la sensibilidad. Durante varios segundos siento angustia y pienso en el corticoide que no tengo en el botiquín, en una hipotética visita a urgencias y en un ingreso. ¡Qué mala suerte! Todas estas imágenes cruzan mi cabeza mientras me rasco ligeramente por debajo de la mesa y sigo con la conversación, como si no estuviese pensando en mi muerte. Podré estar desesperada pero que no se me note. Por suerte tras un par de minutos todo vuelve a la calma y solo quedan dos habones que me recuerdan lo efímero de estas vidas que van a parar a la mar, que es el morir. Por si no habíais entendido vosotras solas la metáfora. 

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Desayuno en un comedor que da a un patio de decoración barroca. La gente va arreglada como para una boda. Yo mastico pastas tradicionales a dos carrillos mientras miro distraída por la ventana. De repente, una ardilla pequeña y marrón cruza el patio corriendo, perdiéndose detrás de una de las columnas falsas. Es lo único hermoso de ese espacio.

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Me fascina la gente que, en los aviones, deja en los compartimentos superiores sus mochilas y abrigos, obviando los carteles y las órdenes expresas del personal de cabina. Una raza superior.

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En el tren echan una película de un tetrapléjico — joven, monísimo. Musculoso en exceso pese a no poder moverse — que tiene un mono. El mono es un personaje fundamental de la película, ya que el chico estaba deprimido hasta que llega el animal a su vida. Cuando el mono aparece éste comienza a ayudar al chico en sus tareas, le obliga a mover las manos y mejora de su enfermedad. El chico es inmensamente feliz con su mono, y todo es hermoso y luminoso y entonces conoce a una chica.

Viendo esa película recuerdo a mi prima, que con sus treinta años y un cáncer de útero pidió un perro. Y el perro era como su hijo. Pero, a diferencia del mono, el perro no curó a nadie. La última vez que la vi estaba hinchada, irreconocible, recostada en una cama de hospital. Aquel día hablé sin parar de cosas sin importancia, de sucesos banales, hablé hasta que agoté el tiempo para marcharme, solo porque una no sabe qué decir cuando alguien se está muriendo. 

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En la foto yo dispuesta a cenar sin saber que mi vida corría peligro (Photo by fauxels on Pexels.com)

Turista

Las Pirámides de Giza eran la última parada después de casi diez días recorriendo el país. Comenzamos el viaje en Luxor y, desde allí, remontamos el río hasta llegar a la presa de Asuan, donde cogimos un vuelo en dirección a El Cairo. Era uno de esos viajes organizados donde te llevan de un lugar a otro sin tener que preocuparte por el horario de autobuses o, mucho menos, por dónde está la dichosa parada,  y en el que el guía se refería a nuestro grupo como “Faraones súper súper guapos”. Yo acababa de terminar la adolescencia y no estaba para tonterías, así que le dedicaba mi peor mirada siempre que tenía ocasión. No parecía importarle. 

En aquella época, Egipto se recuperaba del atentado sobre un grupo de turistas alemanes en El Valle de los Reyes. Por todas partes se veían autobuses llenos de turistas y, casi en la misma medida, militares con enormes metralletas que no hacían más que aumentar la sensación de inseguridad. Aquel día, cuando llegamos a las Pirámides, la explanada ya estaba atestada de todos ellos —turistas como nosotros y militares de apariencia aburrida—. De aquella visita, recuerdo algunas cosas. La primera, que las Pirámides eran grandes, pero no tanto como las había imaginado. Malditas expectativas, siempre arruinando la realidad. La segunda, que era cuando menos sorprendente construir un edificio de semejante tamaño para que la entrada fuera un agujero diminuto por el que tenías que deslizarte a cuatro patas para llegar hasta la cámara mortuoria. Eso me llevó a mi tercera conclusión tras cruzarme en un estrecho pasadizo con  unos cuantos turistas de gran tamaño, y es que, definitivamente, no tenía claustrofobia.

La última conclusión llegó cuando estábamos a punto de irnos. Una amiga me había pedido un poco de arena de las Pirámides. Al parecer le gustaban ese tipo de recuerdos, creo que infravaloraba los marcapáginas de papiro y las pulseras con escarabajos azules. Como no sé decir que no, llevaba un bote vacío de carrete de fotos en el que pensaba transportar la arena. Cuando llegó el momento, me agaché y, solo entonces, me di cuenta de que no había arena que coger, tan solo un fino polvillo sobre el que se extendían latas de cocacola vacías, botellas de plástico, envoltorios de comida y Kleenex usados. Tardé un buen rato en encontrar un cuadrado de suelo limpio de un palmo de lado, en el que recogí unos pocos granos de arena antes de cerrar el bote con aprensión. 

Descubrir que no había arena en las Pirámides fue uno de mis mayores chascos. Me hizo entender lo mal que responde la realidad a las expectativas que nos hemos creado en torno a ella. Me hizo pensar que hay cosas que es mejor ver desde lejos, sin llegar a acercarnos demasiado. 

En la foto, cuando tu imaginación te juega una mala pasada.

Nocturno

La primera vez que llegué a Estambul lo hice de noche.

Los vuelos charter siempre tienen los peores horarios. Cuando el autocar nos recogió en el aeropuerto para llevarnos hasta la ciudad ya era noche cerrada. Yo miraba y miraba por la ventanilla, porque aunque en condiciones normales me duermo con el menor traqueteo, al viajar no cierro los ojos. Es una regla no escrita: parpadear lo mínimo posible para no perder detalle.

Mi madre llevaba años hablando de Estambul. Me había contagiado su curiosidad, la ilusión ante la ciudad de los bazares y las mezquitas. Pero la visión desde detrás de la ventanilla era deprimente. Una ciudad que no aparecía nunca. Unos barrios cualquiera de la periferia. Cuando, al fin, entramos en la ciudad, solo vi casas pequeñas y bajas que en nada se parecían a lo que había imaginado. Era ya de madrugada cuando el autocar se detuvo en una calle cualquiera y todos descendimos, muertos de sueño. Cumplimos el ritual de esperar a que el conductor sacara las maletas, ese en el que tu equipaje siempre sale el último. Apelotonados en el hall del hotel aguardamos entre bostezos a que gritaran nuestro nombre para irnos a dormir al número de habitación indicada. Son todos estos rituales de los viajes organizados —las listas, las esperas, los recuentos constantes como a  niños pequeños que se pierden y, lo peor, en los que siempre se pierde alguien — lo que me hace renegar, desde que tengo uso de razón, de las agencias de viajes. 

Por fin subimos a la habitación. Fuera, la ciudad era una masa oscura, pero yo no quise acostarme todavía. Miraba por la ventana de forma insistente, tanto, que al final distinguí, entre sombras, lo que parecía una cúpula y un minarete. Eso me tranquilizó. Al menos, había mezquitas. Entonces, alguien empezó a cantar. La primera vez que se escucha el adhan nunca se olvida. Atenta al cántico, todavía de noche, comprendí que había llegado al lugar correcto y, por fin, me fui a la cama.

Hace menos de un mes debería haber estado allí de nuevo. Nos quedamos sin mes de abril, pero por suerte hay uno en cada calendario. 

Una última cosa: si podéis evitarlo, nunca lleguéis de noche. A los sitios nuevos, se llega de día. Es otra de mis reglas no escritas.

En la foto, el espectacular paisaje camino de la ciudad.

Ayuda

Acababa de salir del acuario de Osaka después de varias horas recorriéndolo. Mi mente estaba inundada por el movimiento hipnótico de las medusas y el rápido desplazar de los tiburones. El ascenso alrededor del tanque de agua era lo más parecido a una catarsis en la que uno se iba dirigiendo, poco a poco, hacia la luz. 

No es de extrañar que llegase a la estación más despistada de lo normal. Aunque llevaba ya varios días viajando por Japón la vista de sus mapas de metro siempre me impresionaba, con esas líneas de colores que se extendían a lo largo de la pared, sin que se alcanzase a ver el final. Me detuve delante de la máquina para sacar los tickets y tardé más tiempo del habitual en encontrar el botón que cambiaba el idioma al inglés. Cuando por fin lo pulsé, el resultado no fue el esperado. El texto se tradujo solo en parte, intercalándose caracteres en japonés. No entendía nada, y así seguí durante unos largos segundos hasta que, por fin, encontré una palabra que entendía. “Assistant” decía, en el extremo inferior derecho de la pantalla, y pensé que eso era, precisamente, lo que necesitaba.

Pulsé el botón y, en ese mismo momento, una bocina atronadora inundó la estación. Antes de que fuese consciente de que había sido yo la culpable, un hombre apareció —literalmente — a mi lado. Surgió como si se hubiese teletransportado, una aparición, un emerger desde el suelo justo a mis pies. Era un encargado de la estación, tieso como una vara con su uniforme. Asustada, solo se me ocurrió disculparme como pude. Ni siquiera me miró. Pulsó la pantalla con rapidez, extendió la mano pidiendo mi tarjeta de crédito, la pasó con la misma velocidad y, al momento, ya tenía en mi mano la tarjeta y el billete. Empecé a balbucear de nuevo, en este caso las gracias, pero se esfumó a la misma velocidad con la que había llegado. Así que allí me quedé, sola, como si todo hubiese sido fruto de mi imaginación.

Hace muchos años de esto, pero es una anécdota que recuerdo a menudo. Porque es un buen ejemplo del perfecto engranaje japonés. Porque ha sido uno de los momentos más surrealistas que he vivido en un viaje. Y, por último, porque me gustaría que la vida tuviese ese botón de ayuda para poder pulsarlo cuando las cosas se pusiesen feas. 

En la foto, yo alejándome de la estación sin mirar atrás.

Nostalgia

Hubo una época de mi vida en la que me levantaba los lunes a las 5 y media de la mañana. Había dejado la ropa y la mochila preparada, así que, sin abrir los ojos, iba al baño, me vestía y, en menos de diez minutos, estábamos bajando las escaleras. 

La ciudad nunca estaba en silencio. Siempre había ruido de coches, sirenas en la lejanía o, simplemente, un rugido que parecía emerger del asfalto, como si la isla vibrase de un extremo a otro, un movimiento de placas tectónicas que no terminaba de desencadenar el terremoto. En la acera, las ratas se paseaban de un extremo a otro de la calle, dueñas y señoras de la ciudad. 

Cogíamos un taxi para ir hasta Penn Station. Mi tren salía a las 6 y media, y aunque nos hubiera dado tiempo a ir en metro, lo que menos me apetecía a esas horas era descender al sucio subterráneo de Nueva York. Preferíamos llegar pronto, coger un horrible café en el Dunking Donuts y esperar a que apareciera el anuncio del tren para despedirnos hasta el viernes.  

A esas horas no había tráfico, y el viaje en taxi duraba poco más de cinco minutos. Algunos de mis minutos favoritos de la semana. El taxi bajaba por Park Avenue, entre esas casas que, en cualquier momento del día, parecían fortalezas inexpugnables. En la calle 60 enfilábamos hacia Central Park, lo justo para ver de reojo la masa de árboles y girar, por delante del Hotel Plaza, para bajar por la 5ª. Unas manzanas después el taxi volvía a girar para coger la 7ª, donde estaba situada Penn Station. Y era en ese momento por el que pasábamos por Times Square. Ese triángulo evitado por el día como la peste, se convertía en el sitio más espectacular del mundo a las 5 y media de la mañana. Las decenas de pantallas seguían emitiendo, una sucesión de imágenes silenciosas en un mundo en el que solo estábamos nosotros para contemplarlas. 

Hoy vi un vídeo de lugares vacíos. Aparecía la Fontana de Trevi, Venecia y, al final, Times Square sin nadie paseando bajo sus luces. Lejos del desasosiego, la imagen solo me produjo nostalgia. 

En la foto, el taxi atravesando la ciudad a toda velocidad para no perder el tren.

Arañas

En nuestra primera noche en la selva, el guía nos propuso ver arañas. Me encantan las arañas, admitió, como si estuviera desvelando un secreto, y no pudimos, ni quisimos, decirle que no. Dar un paseo por la selva de noche, viendo animales, es algo a lo que un amante de los documentales de la 2 nunca se negaría.

Eran las ocho de la tarde y noche cerrada cuando uno de los cuidadores de la reserva vino a buscarnos al barco. Tras asegurarse de que llevábamos la linterna, bajamos a tierra. Cruzamos la explanada, cogimos un camino que se internaba en la selva y, tras andar apenas diez metros, lo abandonamos. Nos encontramos de repente inmersos en la espesura, saltando troncos y apartando maleza, teniendo cuidado de no meter los pies en un charco. De vez en cuando, nuestros dos guías se detenían y señalaban algo, emocionados. Solían ser enormes arañas de todos los colores y tamaños que contemplábamos con asombro y a cierta distancia, por lo que pudiera pasar. 

De repente, y sin que ocurriese nada, me empecé a agobiar. No sabía dónde me encontraba. Ahí, entre los árboles, donde ni siquiera se veía el cielo, era imposible orientarse. No tenía ni idea de la distancia que habíamos andado ni durante cuánto tiempo. ¿Podía ser una trampa? ¿Y si decidían abandonarnos? Empecé a pensar si sería capaz de encontrar el camino de vuelta, de seguir el rastro de huellas en el suelo húmedo o de hojas rotas. Ansiosa, caminé durante un rato observando con atención la espalda de mis guías, a los que seguía de cerca, tratando de descubrir cualquier gesto sospechoso. 

Tras unos minutos en ese estado, me obligué a respirar. No iba a ocurrir nada. Esa gente conocía la selva y si lo que querían era robarme, podrían haberlo hecho ya. Eran dos personas disfrutando del paseo nocturno, y nosotros éramos unos meros acompañantes. Poco a poco conseguí relajarme y disfrutar de las últimas arañas, de las ranas de colores y de los ruidos de los animales que, ajenos a mi preocupación, seguían identificando.

De vuelta en el barco, tomando una cerveza, te hablé de mi miedo. Te reíste de él, pero tú también estabas tenso, aquel paseo de poco más de una hora había sido una de las cosas más espectaculares que habíamos hecho, pero distaba mucho de ser agradable. Interrumpiéndonos, había aparecido el guía:

— Sólo quería asegurarme de que estáis bien, —había dicho.

Con un gesto, se había señalado la pierna. Una sanguijuela gordísima estaba ahí agarrada. La había arrancado de un tirón y una gota de sangre había resbalado por su pierna.

Al final, solemos tener más miedo a las cosas que no se ven. 

En la foto, la barca esperándonos con las cervezas.

Aterrizaje de emergencia

El kiosco que hay debajo de mi casa es un local pequeño, con una puerta estrecha y un escaparate diminuto donde se amontonan los libros más vendidos, muñecos de plástico de las películas Disney y un surtido de productos de papelería. Todas las mañanas, el kiosquero, un hombre corpulento que camina con dificultad, cuelga en la fachada los periódicos y revistas del día, convirtiéndose en un imán para los abuelos que no han descubierto internet.

Sólo entro al kiosco cuando tengo que recoger un paquete. Estas visitas me hacen sentir, por alguna razón, culpable, lo que intento compensar con altas dosis de amabilidad. Ayer era uno de esos días, así que entré en el local sonriendo de oreja a oreja, pero el kiosquero no me miraba. En su lugar, contemplaba fijamente la tablet, donde veía un programa a todo volumen:  

– ¿Has oído lo del avión?

Debió ver mi cara de desconcierto, porque no me dejó responder:

– Es un avión canadiense, está sobrevolando Barajas. – Movía la cabeza de arriba a abajo, convencido. – Se va a estrellar. 

Cogiendo mi DNI al vuelo, se había perdido en la trastienda, en busca del paquete. Lancé una mirada a la tablet. Una de las presentadoras habituales hablaba, muy seria, en primer plano. En un cuadrado pequeño en el extremo superior derecho de la pantalla, un avión normal y corriente sobrevolaba un cielo azul. 

– Acaban de inspeccionar los daños en el tren de aterrizaje – Me había informado el kiosquero, escaneando el código de mi paquete. – Les faltan un par de ruedas, así es casi imposible que puedan aterrizar.  Ya ocurrió con el vuelo de Spanair. 

Me había dado el resguardo del paquete para firmar, lo que había hecho con toda la velocidad que me permitía la mano. 

– Y si no se estrella, explotará. Es lo mismo que pasó en el accidente del Boeing en Malasia. – Me pasó el paquete por encima del mostrador, pero aún lo retuvo durante unos instantes. – ¿No te quedas a verlo? – Había empezado a dar excusas torpemente cuando me había interrumpido. – Entonces corre o no lo vas a ver. 

Entré en el portal con cierta urgencia, como si fuera a perderme algo histórico. Mientras el ascensor subía, despacio, hasta mi piso, las prisas fueron sustituidas por la sorpresa. Nunca hubiera imaginado que el hombre supiera tanto de aviones, y mucho menos de accidentes de aviación. Todavía rumiaba esa idea cuando entré en casa y, sin quitarme el abrigo, encendí la tele. La imagen del avión entero y en perfecto estado, en la pista de aterrizaje, me hizo sonreír. Pero la alegría apenas duró unos segundos, el tiempo que tardé en recordar a mi kiosquero: ahora mismo, debía sentirse muy decepcionado. 

En la foto, el avión después de sobrevivir a las expectativas. 

La mejor ciudad de América

La ventana del despacho de Carol daba a la calle. Una ventana al exterior era un bien muy preciado en la Hopkins. Mientras que aquellos que habían conseguido labrarse un nombre disfrutaban de amplios despachos con enormes ventanales, el resto de los mortales trabajábamos en pequeños cubículos, separados por paneles a media altura por los que cualquiera podía asomar la cabeza. Durante horas iluminaba mi trabajo con un pequeño fluorescente que pendía sobre mi cabeza, por lo que las visitas al despacho de Carol siempre me hacían cerrar los ojos, cegada durante unos instantes por la luz que entraba por la ventana.

Siempre que tenía ocasión me gustaba asomarme a la calle, ávida por descubrir qué había más allá de mi agujero. Mi edificio era el último del campus y conformaba una frontera invisible a partir de la cual la ciudad volvía a recobrar su aspecto habitual – sobre Baltimore hablé en su momento aquí y aquí. – En la acera de enfrente, sucia y de edificios desvencijados, había dos restaurantes de comida rápida y una óptica que nunca vi abierta. Había también una parada cuyo autobús no llegaba nunca y un banco de madera.

El banco siempre estaba ocupado. Casi siempre había una persona solitaria, hablando por teléfono. En la mayoría de las ocasiones, esa persona era negra. Sin embargo, todos esos detalles quedaban en un segundo plano. Lo que atraía siempre mi atención era el eslogan que exhibía el banco grabado sobre la madera: «Baltimore. La mejor ciudad de América».

Cada vez que leía esas palabras no podía evitar sonreír para mis adentros. Si se trataba de propaganda era ridícula, como si el simple hecho de apoyar el culo sobre un banco fuera a transformar la realidad. Como mentira, me parecía demasiado burda, casi ofensiva. La opción de que alguien creyera realmente en ello quedaba descartada en una de las ciudades con mayor criminalidad de Estados Unidos.

En aquel momento le di muchas vueltas al motivo por el que alguien querría decirle a la gente de Baltimore, en cada uno de sus bancos, que estaban en la mejor ciudad de América. No encontré respuesta. Pero, por aquel entonces, todavía no sabíamos nada de la posverdad.

En la foto, mi banco favorito un día cualquiera.

La peor opción

Montados en la moto que acabábamos de alquilar recorrimos la estrecha carretera contemplando templos, pueblos y niños volando cometas – sí, así de idílico era el paisaje – hasta que los arrozales de Tegalalang aparecieron frente a nosotros. Impresionados, aparcamos la moto, nos quitamos los cascos y emprendimos el descenso hacia las terrazas.

Los turistas como nosotros se agolpaban en las escaleras, los caminos y las pasarelas. El ambiente era agobiante, así que pronto escuché esa voz que te susurra al oído que tú eres un viajero diferente, superior a todos esos que sólo buscan la mejor instantánea para Instagram. Así que cambiamos el rumbo y nos dedicamos a recorrer los caminos menos transitados, aquellos que nos iban alejando, poco a poco, del gentío, y nos introducían, cada vez más, en un paisaje de colinas y surcos de agua casi hipnóticos.

Anduvimos durante una hora disfrutando de nuestra recién ganada tranquilidad. Pasado ese tiempo, decidimos parar. El paisaje era espectacular pero monótono, el sol pegaba con fuerza y estábamos empapados en sudor. Nos habíamos detenido frente a una de esas pequeñas casas de piedra que los balineses colocan sobre el agua, mezcla de hito y de ofrenda. Ya hemos visto suficiente, coincidimos, y decidimos emprender el regreso.

Tras quince minutos caminando, nos topamos, de nuevo, con el mismo hito. Los caminos nos llevaban hasta el punto de partida, y no éramos capaces de encontrar la salida. Durante unos minutos cundió el pánico: no había nadie a quien preguntar y no éramos capaces de orientarnos entre terrazas y colinas idénticas. Empezamos a andar de nuevo, esta vez en silencio, concentrados, tratando de hacer memoria en cada curva. Mientras, yo imaginaba cómo sería perderse en los arrozales. Cómo me sentiría al ver a los turistas hacerse fotos unas terrazas más allá, mientras la noche se ponía y yo era incapaz de llegar hasta ellos.

Por fin, tras recorrer varios senderos que no llevaban a ninguna parte, logramos encontrar la salida. Abandonamos Tegalalang con la cabeza gacha, agotados y sin mirar atrás. Tú estabas tan empapado que te compraste una camiseta en uno de los puestos para turistas. Quiero la camiseta más fea que tengas, pediste a la vendedora, y ella rió mucho ante la ocurrencia. Yo también reí, y pensé que era una metáfora perfecta de lo que nos había ocurrido: dar vueltas sin sentido durante horas para, al final, quedarnos con la peor opción.

Compraste una camiseta con un enorme logo de Bintang. Ciertamente, no había otra más fea.

En la foto, una pareja haciéndose un selfie al fondo, ignorando mis gritos de auxilio.
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