Nostalgia

Hubo una época de mi vida en la que me levantaba los lunes a las 5 y media de la mañana. Había dejado la ropa y la mochila preparada, así que, sin abrir los ojos, iba al baño, me vestía y, en menos de diez minutos, estábamos bajando las escaleras. 

La ciudad nunca estaba en silencio. Siempre había ruido de coches, sirenas en la lejanía o, simplemente, un rugido que parecía emerger del asfalto, como si la isla vibrase de un extremo a otro, un movimiento de placas tectónicas que no terminaba de desencadenar el terremoto. En la acera, las ratas se paseaban de un extremo a otro de la calle, dueñas y señoras de la ciudad. 

Cogíamos un taxi para ir hasta Penn Station. Mi tren salía a las 6 y media, y aunque nos hubiera dado tiempo a ir en metro, lo que menos me apetecía a esas horas era descender al sucio subterráneo de Nueva York. Preferíamos llegar pronto, coger un horrible café en el Dunking Donuts y esperar a que apareciera el anuncio del tren para despedirnos hasta el viernes.  

A esas horas no había tráfico, y el viaje en taxi duraba poco más de cinco minutos. Algunos de mis minutos favoritos de la semana. El taxi bajaba por Park Avenue, entre esas casas que, en cualquier momento del día, parecían fortalezas inexpugnables. En la calle 60 enfilábamos hacia Central Park, lo justo para ver de reojo la masa de árboles y girar, por delante del Hotel Plaza, para bajar por la 5ª. Unas manzanas después el taxi volvía a girar para coger la 7ª, donde estaba situada Penn Station. Y era en ese momento por el que pasábamos por Times Square. Ese triángulo evitado por el día como la peste, se convertía en el sitio más espectacular del mundo a las 5 y media de la mañana. Las decenas de pantallas seguían emitiendo, una sucesión de imágenes silenciosas en un mundo en el que solo estábamos nosotros para contemplarlas. 

Hoy vi un vídeo de lugares vacíos. Aparecía la Fontana de Trevi, Venecia y, al final, Times Square sin nadie paseando bajo sus luces. Lejos del desasosiego, la imagen solo me produjo nostalgia. 

En la foto, el taxi atravesando la ciudad a toda velocidad para no perder el tren.

La mejor ciudad de América

La ventana del despacho de Carol daba a la calle. Una ventana al exterior era un bien muy preciado en la Hopkins. Mientras que aquellos que habían conseguido labrarse un nombre disfrutaban de amplios despachos con enormes ventanales, el resto de los mortales trabajábamos en pequeños cubículos, separados por paneles a media altura por los que cualquiera podía asomar la cabeza. Durante horas iluminaba mi trabajo con un pequeño fluorescente que pendía sobre mi cabeza, por lo que las visitas al despacho de Carol siempre me hacían cerrar los ojos, cegada durante unos instantes por la luz que entraba por la ventana.

Siempre que tenía ocasión me gustaba asomarme a la calle, ávida por descubrir qué había más allá de mi agujero. Mi edificio era el último del campus y conformaba una frontera invisible a partir de la cual la ciudad volvía a recobrar su aspecto habitual – sobre Baltimore hablé en su momento aquí y aquí. – En la acera de enfrente, sucia y de edificios desvencijados, había dos restaurantes de comida rápida y una óptica que nunca vi abierta. Había también una parada cuyo autobús no llegaba nunca y un banco de madera.

El banco siempre estaba ocupado. Casi siempre había una persona solitaria, hablando por teléfono. En la mayoría de las ocasiones, esa persona era negra. Sin embargo, todos esos detalles quedaban en un segundo plano. Lo que atraía siempre mi atención era el eslogan que exhibía el banco grabado sobre la madera: «Baltimore. La mejor ciudad de América».

Cada vez que leía esas palabras no podía evitar sonreír para mis adentros. Si se trataba de propaganda era ridícula, como si el simple hecho de apoyar el culo sobre un banco fuera a transformar la realidad. Como mentira, me parecía demasiado burda, casi ofensiva. La opción de que alguien creyera realmente en ello quedaba descartada en una de las ciudades con mayor criminalidad de Estados Unidos.

En aquel momento le di muchas vueltas al motivo por el que alguien querría decirle a la gente de Baltimore, en cada uno de sus bancos, que estaban en la mejor ciudad de América. No encontré respuesta. Pero, por aquel entonces, todavía no sabíamos nada de la posverdad.

En la foto, mi banco favorito un día cualquiera.

Un paseo por la Quinta Avenida

Cuando mis padres vinieron a visitarme a Nueva York, preparé un programa digno de la mejor guía turística. En él estaban representados, en un equilibrio casi perfecto, los must de la ciudad junto a otros lugares no tan conocidos que conformaban mi NYC particular. La lista era tan larga y el tiempo tan limitado, que fue todo un reto.

Era la primera noche del viaje cuando, contentos pero cansados, volvíamos paseando al apartamento. Habíamos dado un pequeño rodeo para regresar por la Quinta Avenida. Era el único momento del día en el que me gustaba pasear por ahí, cuando las hordas de turistas ya habían desaparecido, el tráfico se había visto reducido a su mínima expresión y el espectáculo de luces provenientes de las tiendas de lujo lucía en todo su esplendor. Así, nos detuvimos en el gigantesco escaparate de Gucci, situado en los bajos de la Trump Tower. Dos maniquíes se erguían, solitarios, en el centro de un local enorme. Habíamos hablado sobre ello durante unos minutos: de lo suntuoso del lugar, del concepto del lujo y de cómo la ropa cobraba otra dimensión, convirtiéndose en arte. También hicimos otros comentarios más mundanos, como a cuánto tenías que vender cada prenda para que un local de esas características te saliera rentable o con qué productos había que limpiar para que todo luciera tan brillante.

En esas estábamos, extasiados, cuando un elemento atrajo nuestra atención. Desde el fondo de la tienda, en dirección al escaparate, algo se aproximaba. Lento pero implacable. Destacando sobre el suelo de mármol blanco, e iluminada bajo los focos, una cucaracha había llegado hasta el cristal. Allí se había detenido, a apenas un metro de nosotros, dejándonos que la contempláramos en silencio. Unos segundos después se había dado la vuelta, regresando al lugar del que había salido.

Probablemente, ésta sea una estupenda metáfora de la vida. Para mí, ilustra, sobre todo, una cosa: Nueva York, bajo las luces, está atestada de cucarachas.

En la foto, yo fingiendo que no he visto nada.

Emily

Me encuentro con ella en la cocina casi por casualidad. Es difícil verla: pasa los días encerrada en su cuarto, sentada en la cama con el ordenador sobre las rodillas. Lo sé porque la veo a través de los cristales de las puertas de su dormitorio, que apenas quedan cubiertos por unos cortinajes amarillos.

Delante del microondas, vierte en un plato el contenido de una bolsa de plástico. Los armarios de la cocina, la nevera, el frigorífico, rebosan de comida «de verdad» pero sólo la veo consumir alimentos procesados. Muchas noches, lo único que delata su presencia es el pitido del portero automático cuando le traen la cena a domicilio. No me sorprende. Me he acostumbrado ya a los americanos, a entenderlos como una caricatura del resto de ciudadanos occidentales.

Emily se muda a Nueva York, de vuelta a casa de sus padres. Terminó su postgrado hace unos meses, uno de esos títulos que no sabes a qué equivalen y con el que se lucran las universidades de aquí. Desde entonces se ha dedicado a permanecer en su habitación sin hacer en apariencia mucho más. Le pregunto qué va a hacer. Estoy echando currículums como una loca, responde. Al parecer, planea trabajar en Nueva York unos meses  y después marcharse a Nepal con una ONG. Emily está enamorada de Nepal, pasó allí un tiempo y dice que le cambió la vida. La casa está llena de mandalas, cuencos tibetanos y cuadros con la cordillera del Himalaya, algunos todavía sin desembalar. Pero antes de irse, me explica, tiene que asegurarse de que está sana. Sana y fuerte.

Miro a la chica desgarbada que abandona la cocina con un plato de arroz con setas precocinado, de vuelta a su cama.

Buena suerte.

Vivir a la velocidad de la luz

A base de estar sola en una ciudad nueva, en otro huso horario y sin nada que hacer salvo trabajar, he aprendido a ocupar el tiempo de las formas más peregrinas. Para empezar hago todo más despacio, como si me hubiesen ralentizado. Me entretengo en las tareas más absurdas, como recoger los pelos de la bañera o perseguir, una a una, a las hormigas que campan a sus anchas en el fregadero. Y, por supuesto, paso horas en internet u observando la pantalla del móvil como quien dirige la mirada hacia el infinito pues, en la mayoría de las ocasiones, soy incapaz de recordar qué estaba haciendo segundos después.

Es ésta, sin embargo, una quietud sólo aparente. Hace un rato buscaba una nueva foto para mi perfil, actividad con la que he rellenado el tiempo entre la cena y el final del ciclo de la secadora. Deslizaba el dedo por la pantalla cuando he empezado a encontrar fotografías que ni siquiera recordaba haber hecho. Allí había fotos de tulipanes, de casas al atardecer y de caminos que se perdían entre los árboles. En algún momento había fotografiado el océano y una gran cocina americana. Había autopistas, vistas panorámicas y salas de museo. Si retrocedía un poco más en el tiempo, la cosa empeoraba. Había idas y venidas, el mar y un pueblo del interior. Estaban las montañas, había carreras y un corto vídeo en el que se veía nevar tras la ventana.

Hay en mi teléfono más recuerdos de los que soy capaz de asimilar. Pensé en mis primeros paseos por Baltimore, por sus zonas residenciales cuando se empieza a poner el sol y todo – las casas, los árboles, los jardines, las ardillas y los conejos – se tiñe de una luz dorada. Me acordé del fin de semana en Newburyport, del sandwich de cangrejo en la playa y de la casa de Ramón y Lisa. Recordé, casi de repente, que hubo un día en que corrí por el mall de Washington y recorrí las salas de los Smithsonian. Pero también me vino a la mente Zaragoza, la playa de Segur, Albarracín y Jaca y todos los kilómetros recorridos.

Puede que vivir a la velocidad de la luz no sea lo más recomendable pero, con un poco de suerte, algún día seré capaz de procesarlo todo. Con suerte y la ayuda del teléfono móvil.

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El miedo

Si había muchos pacientes terminábamos la consulta cuando ya se había hecho de noche. Vivíamos a sólo una cuadra del consultorio de Santa Anita, pero si había anochecido recorría esa distancia corriendo. Me detenía ante la verja con las llaves en la mano, y miraba alrededor mientras abría y cerraba a mis espadas todo lo rápido que era capaz. Nunca pasó nada. Tal vez, por muchas veces que hubiera hecho ese camino, nunca hubiera sucedido nada. Pero el miedo estaba allí, una amenaza que no puedes ver. Una mano que te aprieta la boca del estómago.

En la cárcel de Trinidad luchaba para que el miedo no saliera al exterior. Para que mi gesto permaneciera impasible, para que no se notase que me temblaban las manos, que sólo quería salir de allí. Los minutos que el guardia tardaba en abrir la puerta parecían horas. Apoyados junto a la reja los locos, los desahuciados, te hablaban. Unos sonreían con bocas desdentadas, hombres en los que era imposible calcular la edad. Otros tenían la mirada perdida. Yo trataba de pasar desapercibida, no enfadar a ninguno. Simulaba estar cómoda mientras invocaba mentalmente al guardia, ven ya, por qué cojones tardas tanto. El miedo es la certeza de que todo puede torcerse en cualquier instante.

Baltimore no es Santa Anita, ni el Agustino, ni mucho menos las cárceles bolivianas. Aún así, en cada esquina hay un hombre que grita, tirado en el suelo como si nunca se fuese a mover. En cada manzana te cruzas con alguien que camina a duras penas, con la mirada perdida. En cada rincón de la ciudad hay una mano dispuesta a apretarte, poco a poco, la boca del estómago.

Un viejo conocido

Desde el lunes había estado mirando la previsión para el fin de semana. Anunciaban lluvias pero yo actualizaba la aplicación como si en cualquier momento fuera a aparecer en la pantalla un enorme sol amarillo. No fue así. El sábado había llovido sin parar y cuando desperté el domingo, me encontré con que el panorama seguía siendo el mismo.

Cuando falla la excursión por el monte, el picnic en la playa, o el paseo por los muelles, queda la visita al museo. Había elegido el Museo de Arte de la Hopkins por una razón tan peregrina como que su cafetería era uno de los sitios recomendados para hacer el brunch. Sí, el brunch, esa comida temprana a base de huevos benedict, rancheros o cualquier otra modalidad de huevos, acompañados de una mimosa o cóctel similar. Nada que no cambiaría gustosa por unos boquerones, unas patatas bravas y un vermut. Sí, estoy en una fase de exaltación de la comida española y la americana no lo pone muy difícil.

Llegamos al museo quince minutos antes de la hora de la comida: demasiado pronto para esperar a que nos sentaran y demasiado tarde para empezar la visita. Localizamos el restaurante, atestado de mesas de blancos, mesas de negros y un par de excepcionales mesas interraciales, y descubrimos que  estaba situado junto a un pequeño jardín de esculturas. Aprovechando que la lluvia había dado una tregua, decidimos ocupar esos minutos con su visita.

Salimos y allí estaba. Nunca hubiera imaginado que encontraría a un viejo conocido en un museo en Baltimore. El Profeta estaba en un esquina del jardín, al amparo del muro. Parecía levantar la mano para saludarme en un gesto muy de la tierra. Qué haces por aquí, intentaba decirme, y yo estaba igual de sorprendida que él. Cómo has llegado hasta aquí, qué alegría haberte encontrado.

No pedí huevos benedict. Pero la mimosa… Ay, la mimosa no me la quita nadie.

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Al otro lado

Escucho el sonido de un teclado al otro lado de la pared del cubículo. No sé de quién se trata. Después de tres semanas trabajando en el sótano, por fin me han encontrado un sitio en la segunda planta, donde está la gente de mi departamento. En mi anterior ubicación sólo había una persona en diez metros a la redonda. Era una mujer que hablaba por teléfono y me lanzaba miradas extrañas cuando encendía la luz. Un día le pregunté si tenía algún problema, a lo que me respondió con un bueno, puedes encenderlas si crees que las necesitas. Considerando que estábamos en el sótano, es posible que tuviera algún súper poder.

El sótano era un espacio vacío, de despachos supuestamente ocupados pero donde no se veía un alma. Un día en la cocina, al girarme tras dejar algo en la nevera, me topé con una asiática de pelo largo y lacio, vestido de volantes y medias blancas, lo que me hizo dar un bote como si me hubiese topado con la niña de The Ring. Cuando me repuse, algo avergonzada, y la saludé, ella no dejó de mirar al vacío como si fuese el único habitante de una dimensión desconocida.

Creo que aquí estaré mejor: hay luz, movimiento y gente a mi alrededor. Pienso en esto mientras caliento la comida, cuando un chico irrumpe en el office. Con decisión deja una botella de Coca Cola sobre la encimera. «Coca-Cola para la comida»explica, y se marcha. Me quedo con el hola en la boca, sin llegar a pronunciarlo. En la botella pone «compártelo con tus amigos». Creo que bajaré a buscar a la asiática.

Lo políticamente incorrecto

Si miro a mi alrededor, sólo se me ocurre escribir sobre gordos y negros.

Cuando comienzo a teclear este post estoy sentada en el hall del edificio. Son las 11 de la mañana y el guardia de seguridad – negro – está sentado en la mesa de al lado engullendo el contenido de una bolsa de papel del Burger King. Baltimore está lleno de negros. Es un comentario puramente descriptivo. Más de la mitad de la población de Baltimore es negra y para todo aquel que, como yo, no esté acostumbrado, resulta llamativo. Sin embargo, ésta no es una ciudad multirracial, multicultural, étnica o cualquier otro nombre bonito que podamos aplicarle. Ésta es una ciudad de guetos: los negros viven en unas zonas y los blancos, en otras. Los barrios de los negros empiezan de improviso, como si alguien hubiera trazado una frontera invisible que parte en dos una avenida, o una determinada manzana. Jim me explica por la noche que la división de la ciudad comenzó en los años 40 y fue provocada por los bancos y la especulación urbanística. Para corroborarlo, Troy me enseña una noticia de esa época: «¿Tendrías miedo si un negro se mudase junto a tu puerta?». Resulta terrorífico.

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pg. 9, detail; Chicago Daily News, July 10, 1962, newspaper fragment

 

Así que caminas por un puñado de calles, rodeado de blancos de buen nivel económico y donde los únicos negros son conductores, personal de limpieza, cajeras o celadores. O agentes de seguridad, que recorren sin descanso el perímetro del barrio blanco y vigilan desde el interior de garitas instaladas en los puntos próximos a la frontera, para evitar que nada resquebraje la ciudad de cristal.

Pero no ha sido el negro de la mesa de al lado, ni el olor de su comida, lo que me ha hecho levantar la cabeza del ordenador. De repente he escuchado resollar a alguien, ahogándose, y me he topado con una chica que se ha dejado caer en una silla próxima. Es descomunal, inmensa. Aquí los gordos son de otro nivel, no pueden respirar, les cuesta moverse. Personas que, como esta chica, se han quedado encerradas dentro de un cuerpo que no es el suyo. Atrapadas bajo de  una piel que alguien ha inflado sin medida, estirándola hasta que no da más de sí. Siento lástima cuando los veo avanzar renqueantes sobre unas piernas que se han vuelto demasiado débiles y que apenas les sostienen. Cuando cualquier movimiento les cuesta un esfuerzo sobrehumano. La veo levantarse de nuevo y avanzar con dificultad hasta la puerta, la cara roja por el esfuerzo. Sale a esa misma calle donde, junto a la puerta de la primera escuela de Salud Pública del mundo, hay un Burger King.

Escaleras

Llegué a Nueva York ayer. Con más retrasos, frío y ruido del esperado. No importa, hay tiempo de sobra.

Mi barrio está lleno de escaleras. Hay escaleras empinadas que nadie ha limpiado desde hace años y que conducen a azoteas cerradas. Escaleras que llevan hacia abajo, a sótanos de locales que parecen clandestinos. Escaleras de metal, de mármol, de madera con peldaños de linóleo y pasamanos casi ancestrales.

Upper East Side NYC
Upper East Side NYC

Las fachadas están surcadas de escaleras y creo que acabaré partiéndome el cuello de tanto mirar hacia arriba. Los edificios de mi calle recuerdan a Pretty Woman, con Richard Gere subiendo por su fachada, intrépido. Se que desde alguna de esas escaleras estará cantando Audrey, aunque no pueda escucharla a causa de las obras de la estación de metro o de las bocinas de los camiones.

Upper East Side NYC
Upper East Side NYC

Mi casa no es una excepción. Cada pocos minutos me asomo, medio cuerpo fuera, y miro hacia abajo y en dirección a los edificios vecinos. Las escaleras de metal no son aptas para gente con vértigo y entre sus hierros parece que puedes escurrirte hasta la acera. Están surcadas de cables y llenas de óxido, pero pese a todo sirven de balcones improvisados, de puntos de encuentro y de lugares donde plantar algo.

Upper East Side NYC
Upper East Side NYC

Upper East Side NYC
Upper East Side NYC

Tengo que reconocer que todavía no me atrevo a ponerme a cantar. De momento me conformo con asomarme y ver la ciudad desde arriba. Una perspectiva totalmente inesperada.

Upper East Side NYC
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