Día 34. Karma

Salimos al balcón a que nos de el sol. Cuanto más silencioso está todo más le da por gritar a J2. Entiendo que es una ley universal, igual que todo tiende hacia el desorden, los espacios silenciosos tienden a llenarse de ruido.

Los habitantes de esta casa, igual que los Simpson, seguimos las leyes de la termodinámica. J2 lo sabe bien, así que se pone a gritar hasta que la calle, que estaba hasta hace poco en silencio, se despierta: unos niños se ponen a contar en inglés —¿hay algo más entrañable que ese one, two, three con acento castizo? —Un hombre comienza a hablar por teléfono y un coche pasa con el reguetón a todo volumen. Me siento culpable por haber roto la tranquilidad del barrio, pero no puedo hacer más.

Mi teléfono vibra. Es un mensaje de J3. “He hablado con el del banco. Vive en la casa de enfrente, 5ºpiso”.

Parece que se aclara el misterio. Me levanto y me acodo en la barandilla. Cuento uno, dos, tres, cuatro y, a mitad del quinto, me doy cuenta de que algo no cuadra. En el quinto piso hay una señora en bata que aplaude todos los días y que nos saluda, efusiva. La ventana que queda a la derecha de su balcón está cubierta por una rejilla y nunca he visto asomarse a nadie, salvo a un gato gordo y atigrado que nos observa como solo son capaces de mirar los gatos. J2 da un nuevo grito, y un perro se pone a ladrar. Yo vuelvo a contar pisos sabiendo que llegaré al mismo resultado. Esto es el karma.

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Día 33. Ocultar chat

Pongo YouTube para ver en directo la rueda de prensa. Los tres minutos que habla Fernando Simón son los únicos en los que me asomo a la realidad del coronavirus —en esta casa somos muy de Simón, como en ese pueblo lo eran de Faulkner. — Como decía esa viñeta de Calvin & Hobbes, yo no niego la realidad: es que soy una persona muy selectiva.

Fernando empieza a hablar y yo lo escucho ensimismada. Qué bien se explica, pienso. Cómo transmite. Soy una groupie con todas las letras. No veo la rueda de prensa tumbada en el sofá comiendo palomitas porque son las once y media de la mañana y no hace tanto rato que he desayunado. Tampoco grito ni me quito la camiseta porque sería ridículo hacerlo delante de una pantalla de ordenador… ¿No?

De repente, siento que algo me molesta. No consigo relajarme. Es como si hubiera una mosca zumbando en mi oído, un rumor incómodo. Miro a mi alrededor y pronto encuentro el problema: a la derecha de la pantalla hay un chat para que la gente hable. ¿A quién se le ocurre poner un chat en un vídeo de una rueda de prensa? Los comentarios surgen a toda velocidad, si es que se les puede llamar así. Aparecen emojis, palabras sueltas, más emojis y frases cortas con más faltas ortográficas que palabras. La gota que colma el vaso es un imperativo terminado en r. Me sangran los ojos. Tras tantear durante unos segundos, encuentro la opción para ocultar el chat. Por fin respiro tranquila. Me acomodo en la silla y vuelvo a concentrarme en Fernando Simón. Ojalá fuera siempre tan fácil librarnos de lo que no nos gusta.

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Día 32. Deporte extremo

Me siento como una abuelita. Y mira que intento moverme todo lo que puedo. Para empezar, ando de un lado a otro de la casa con energía —la alternativa sería arrastrarme, pero implicaría perder la poca dignidad que me queda. — También hago ejercicio por las mañanas, o ejersisio, como dice J2. Lo hago en el balcón antes de que los vecinos se levanten, intentando burlar la vigilancia de mi espía particular. Tendríais que verme, dando saltos de un lado para otro. Es un espectáculo dantesco. Después está el tema de la comida. He progresado mucho: ahora las tabletas de chocolate duran un par de días y no he caído en la tentación de unirme al club de los que hacen repostería, lo que no está nada mal. No nos olvidemos de J2, a la que hay que poner boca abajo, después boca arriba, ahora en brazos, a continuación a corderetas y vuelta a empezar. Y, ¿qué me decís de los aplausos? Las 8 es la hora de ejercitar el tren superior. Nunca se ha visto ejercicio tan completo.

Dicen que la báscula no engaña, pero yo no estoy tan segura. Me miro al espejo mientras limpio el polvo y me veo estupenda. Tanto, que me lanzo a limpiar el espejo con brío, lo que hace que me de un tirón en el hombro. Ríete del ultra running, del parkour y del wingsuit. La cuarentena es el nuevo deporte extremo.

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Día 31. El espía que surgió del balcón

El móvil se ilumina. Recibo un mensaje de WhatsApp de J3: “Hola Isa. Esta mañana he hablado con el del banco. Os ve a los tres aplaudiendo a las ocho”. Emoji de manos aplaudiendo.

Me quedo mirando la pantalla, procesando la información. El teléfono vuelve a iluminarse. “Me ha dicho que huele muy bien cuando ponéis la barbacoa”. Carita con la lengua fuera, guiño.

Ahora sí que me pongo alerta. Miro a mi alrededor, como si en vez de en mi salón estuviera en un campo minado. La cortina está entreabierta, así que doy un paso a la izquierda para ocultarme tras ella. Desde allí escribo un mensaje con toda la rapidez que me permite el teclado: “¿El del banco? ¿Quién es? ¿Y cómo nos conoce?”.

En la pantalla parpadea el irritante aviso de “escribiendo”, que se prolonga durante largo rato, hasta que aparece un mensaje nada revelador: “Vive enfrente. No sé en que piso…. Una vez le comenté que vivías ahí”.

Paso revista a los vecinos. Tiene que ser alguien que esté lo suficientemente cerca como para oler mi ternasco a la brasa de los domingos. Descarto a los abuelos. Algunos ya deben llevar varias décadas jubilados. En cuanto al resto, no lo tengo claro. Mando varios mensajes sin lograr obtener más información. En ese momento, la gente empieza a aplaudir. Me asomo al balcón con recelo. Sé que alguien me está mirando, probablemente apunta todos mis movimientos en una libreta que guarda debajo del colchón —hoy han hecho churrasco. Hoy no ha habido barbacoa porque ha llovido. — pero no sé quién es. Aplaudo con mi mejor sonrisa mientras paso revista a los balcones. Debería haberme puesto las gafas de sol, pero dadas las horas hubiera podido levantar sospechas. Actúa con normalidad, pienso, y aplaudo con más ímpetu, tanto, que un hombre que volvía de comprar el pan me saluda con alegría desde la acera. Todos los vecinos me sonríen con amabilidad, pero para mi disgusto nadie lleva una gorra de propaganda de un banco, una corbata corporativa y ninguno levanta los brazos al verme y gritan soy yo, el que habla con J3. Sea quien sea, sé que está ahí y que, tarde o temprano, lo descubriré. Aunque para ello tenga que abrirme una cuenta corriente.

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Día 30. El baile del coronavirus

Después de que el pediatra me llame por teléfono —ha tenido que venir una pandemia mundial para que el sistema sanitario se plantee seriamente la teleasistencia — voy a la farmacia del barrio. Sigue igual que la dejé, al parecer continúan realizando autopsias a extraterrestres. Como las medidas de protección no les debían de parecer suficientes han añadido a la indumentaria un gorro de quirófano. Porque, quién sabe, igual algún virus travieso decide alojarse en su pelo.

Hay otra señora esperando su turno para ser atendida, pero por suerte ese local del tamaño de una cancha de fútbol sala permite la presencia de dos clientes. Una dependienta se acerca y se detiene al otro lado del plástico. Tan cerca y tan lejos, pienso, y después de saludarla aparentando ser una persona normal saco la tarjeta sanitaria. Cuando intento dársela me grita que no, que se la enseñe a través del plástico. Así que permanezco con la tarjeta levantada durante un minuto mientras apunta el número en un papel, como un policía enseñando la placa.

Superado el primer escollo, llega el momento de recoger el paquete, que deposita en un pequeño agujero al lado de la otra clienta. “Al lado” en medida pandémica de distancia. En medida pre-pandémica estaríamos hablando de metros. En ese momento se produce un maravilloso baile de sincronización perfecta. Cuando doy un paso en esa dirección, la mujer —una buena anciana de aspecto enfermizo —da tal salto hacia atrás que parece salida del ballet ruso. Qué elegancia, cuánta belleza. Cuando me alejo realiza el mismo salto, pero hacia delante. Estoy impresionada. Tanto, que decido pedir una crema que no necesito para disfrutar de nuevo del espectáculo. Y así ha sido: preciso paso hacia detrás y posterior jeté. Qué maravilla, pienso, de camino a casa. Qué haríamos sin estos raticos.  

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Día 29. El misterio de la mascarilla perdida

Apareció ayer bajo mi ventana. Cuando una pasa tantas horas en el balcón es capaz de detectar cada detalle, cada elemento distinto. En este caso, además, no tenía mucho mérito: una mascarilla quirúrgica, totalmente desplegada cual mariposa a punto de echar a volar, no es algo que pase desapercibido. Mi primer impulso fue bajar a buscarla antes de que alguien me la arrebatase. Dado el precio que llevan en las farmacias he calculado que el mes que viene las cambiarán por riñones en el mercado negro. Estaba ya abriendo la puerta cuando la frase favorita de J2 esta semana me vino a la mente: “eso es una guarrada”. Sí, era una guarrada, así que volví sobre mis pasos y me asomé a la barandilla a la espera de ver qué ocurría con ella.

La mascarilla siguió allí todo el día, y todavía estaba hoy cuando me he levantado y, corriendo, me he asomado a darle los buenos días. Ni basureros, ni abuelos comprando el pan, ni la lluvia que había caído por la noche habían podido vencerla. Seguía desplegada en la acera, impoluta como si fuera un ente divino. A falta de procesiones y nazarenos, un milagro de mascarilla resulta bastante adecuado. Me asomo con el vaso de vermut para brindar por ella, el símbolo de la batalla contra el virus —si no usas símiles bélicos para hablar del coronavirus te quitan puntos en el carnet de ciudadano de bien — cuando veo como un perro se acerca peligrosamente a ella. El perro la mordisquea y, oh, no, se mea encima, sin que su dueña intente evitar el estropicio.

Mañana llevaremos ya un mes de encierro y ni siquiera tenemos símbolos a los que agarrarnos. Que sea lo que dios quiera.

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Día 28. Un agujero

Hoy he decidido vestirme. Así, con todas las letras. A fin de cuentas, es sábado, he pensado por la mañana, así que he abierto el armario de par en par y me he puesto con los brazos en jarras, porque si no, como todo el mundo sabe, el outfit no sale bien. Después de dos largos minutos en posición de jotera, y tras descartar casi todo el vestuario, he elegido un vestido lo suficientemente cómodo para jugar a la plastilina tirada por el suelo, uno de mis planes de hoy.

El problema ha llegado cuando he rebuscado en la caja de las medias. Las únicas que me quedaban bien tenían un agujero en el dedo. Diminuto, pero un principio de agujero. Bueno, no me va a ver nadie. Y no tengo más opciones. Así que me he vestido toda digna y, me he sentado en el suelo a jugar, sorpresa, con la plastilina. En esas estábamos cuando J2 sin previo aviso, dejando a un lado el churro que estaba amasando, ha acercado su cara a mi pierna y, con precisión letal, ha metido el dedo en el agujero. Ante mis ojos, este se ha agrandado, haciendo que asomase todo mi dedo.

Y aquí estoy ahora, viendo a mi dedo gordo escaparse del leotardo como si tuviera vida propia. Esto me lleva a pensar dos cosas. La primera es que hasta mis dedos están cansados del confinamiento. La segunda, mucho más práctica, es mi aprendizaje de hoy: quién me manda a mí arreglarme con lo bien que se está en chándal.

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Día 27. Nada, de Carmen Laforet

Me quedo mirando la pantalla del ordenador mientras pienso qué puedo contar hoy. Hace días que no salgo, en concreto desde que arrasé el Eroski cual jinete del apocalipsis. No he interactuado con nadie fuera de estas cuatro paredes más allá de las videollamadas de rigor y de los aplausos que cada día suenan más desganados. Por no hacer no he bajado ni la basura, así que ahora mismo me planteo si merece la pena ponerme las zapatillas, el chubasquero y lanzarme a la calle en dirección a los contenedores de reciclaje. Si fuera una reportera intrépida lo haría, cualquier cosa por conseguir una noticia, pero resulta que esto es un diario personal un tanto absurdo, lo que hace que no requiera documentación. Es un alivio, porque estoy muy a gusto en mi sofá y lo de cargarme de botellas y tetra bricks no me apetece nada.

En vez de eso pienso que podría contar que hoy hemos hecho barbacoa, pero las barbacoas ajenas en época de confinamiento se parecen demasiado a querer dar envidia. Dios me libre de generar malestar en unos ánimos ya mermados por la situación. Que he limpiado el balcón, pero ahora todos somos unos fanáticos de la limpieza, así que no es nada original. O que han pasado dos coches de loscuerposyfuerzasdeseguridaddelestado —así, todo junto y sin respirar — bajo mi ventana a la hora del aplauso y, qué queréis que os diga, a mí ver a la policía siempre me hace sentir como si hubiera cometido un delito, aunque de lo único que se me pueda acusar ahora mismo es de llevar dos días con la misma ropa. Así que habrá que asumir lo que, tarde o temprano, iba a ocurrir: no tengo nada que decir. Mañana ya contaré algo. O no.

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Día 26. Un cuadro de Friedrich

Hoy luce el sol, y para celebrarlo, me tumbo un rato en el césped. Me gustaría tener en la mano un mojito, pero en su lugar tengo un pavo de plástico. Sí, un pavo, de los que se comen en Acción de Gracias. Pertenece a un kit de animales de granja: está la vaca, el caballo, las gallinas, el pavo, y un pequeño abrevadero en el que J2 está ahogando a los animales, uno tras otro. También hay unas palmeras, por lo que es un kit que mezcla lo mejor de las granjas del Sahara y de Wisconsin.

El juego no requiere de mucha concentración, así que voy repasando los tejados vecinos. Las terrazas están vacías, claramente no vivo en un barrio de instagramers. Por el contrario, son personas a las que no les gusta demasiado el sol. Voy repasando las terrazas con más posibilidades: ese terrado, vacío. El balcón de enfrente, cerrado a cal y canto. Aquella terraza de la esquina, ni un alma. De repente, me detengo. Me quedo mirando un punto y hasta me pongo de pie, acto en el que casi chafo al gallo. Hay dos personas en un tejado cercano. No en una terraza, sino directamente sobre el tejado. Uno de ellos está en cuclillas. El otro, de pie y dándome la espalda, parece el cuadro de Friedrich en el que un hombre mira el mar, versión camiseta de algodón.

Me giro para decírselo a J1, que me responde, aburrido:

— Sí, están en el tejado. No es la primera vez. —Y, mirándome por fin. —¿Un vermut?

Ahí dejo lo que estoy haciendo y voy a por él. La cuarentena me habrá quitado la capacidad de sorpresa, pero no las ganas de beber.

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Día 25. Spam

Todos los días me llegan emails de Ikea. Me recuerdan lo importante que es estar a gusto en casa, me mandan el link a unos cuentos para niños que nunca abro y al final, como quien no quiere la cosa, me recomiendan una serie de productos: un organizador de cables, una colcha o un nuevo armario. Montar muebles de Ikea no entra ahora en mis prioridades, así que se va directo a la papelera.

Recibo correos de academias online, para los cuales la palabra confinamiento debe de ser sinónimo de tiempo libre infinito. De supermercados que me recuerdan que tienen sistema de compra online. De un centro de masaje al que fui hace tres años y que me da trucos para aliviar el estrés. De Linkedin, que me anima a que mejore mi perfil porque “están buscando personas como tú” aunque lo último que me hubiera imaginado ahora mismo es a alguien de recursos humanos buscando frenéticamente gente a la que contratar.

Pero mis favoritos son los correos electrónicos de ropa. Conjuntos de ropa interior para noches especiales, vestidos primaverales y bonitos trajes de fiesta. Aún no ha llegado el correo que se titule “la mejor ropa para ir de la cama al sofá y del sofá a la cama”. Una lástima.

*El diario de hoy también viene con bonus track. Probablemente, una obviedad, pero en mi cabeza la palabra spam estará siempre ligada a los Monty Python.

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