Semana del 4 al 10 de diciembre

Montar en un Alsa es como entrar en una máquina del tiempo. De repente tienes 15 años menos y suena el Back to Black de Amy en los cascos, mientras te despides con el corazón apretado. O está atardeciendo y la luz se proyecta plácida sobre los campos, mientras disfrutas leyendo la Montaña Mágica. O viajas nerviosa, al encuentro de alguien querido, y los viajes se suceden y el paisaje cambia al otro lado del cristal, sintiendo que no puedes aguantar ni un minuto más sentada. Todo un microcosmos contenido en un autobús. 

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¿Cuándo acaba la clase?

¿Sabes que eres la primera persona que me hace esa pregunta?

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Muere una persona joven a la que conocía solo a través de las redes sociales. Pienso en lo efímera que es la vida. En cómo uno puede desaparecer de repente, sin avisar, sin tiempo para despedirse. Empiezo a ponerme transcendente, pero entonces recuerdo que no he vaciado el lavavajillas. Eso me lleva al cuadro de Monstruo Espagueti que cuelga en la entrada de casa: “Me encanta tener pensamientos grandes pero siempre hay que estar que si la lavadora que si la cena”. 

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Vamos a una casa rural a pasar el puente. La masía está en lo alto de la montaña y se accede a ella por una pista de tierra. El dueño nos avisa de que no nos molestará, pero pasea constantemente por la propiedad, de un lado a otro, escoltado por su perro. Aparece de repente, cuando menos te lo esperas, y comienza a hablar sin dar tregua. Disimuladamente, todos comenzamos a esquivarle, intentando no caer en sus garras. No es difícil: basta con esquivar el rastro de caca fresca.

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El dueño nos anima a visitar toda la propiedad, más allá de la parte que habitamos. Incontrolables, los niños recorren las estancias a toda velocidad. El lugar resulta algo kafkiano, con escaleras que conducen a sótanos que conectan distintas habitaciones, y animales de escayola en los lugares que antes debían habitar los auténticos. Tras unos minutos, todos entran en tropel en una especie de garaje oscuro y maloliente, con un único bidón. En él se encuentra la cabeza de un ciervo de imponente cornamenta en estado de descomposición. Todos deciden que ya no quieren explorar más.

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En una estantería encuentro el ejemplar de una novela de Dumas que llevo largo tiempo queriendo leer. Tengo la tentación de quedármelo, nadie lo echará en falta. Cuando por fin lo cojo y lo abro, el libro prácticamente se resquebraja entre mis dedos. Lo devuelvo a su sitio. Aún no están maduras.

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El dueño hace su enésima aparición cuando estamos cargando los coches para irnos. ¿Os lo habéis pasado bien? Tomad, un recuerdo de la casa para cada familia, dice, con su acento cerrado. Me encuentro con una rodaja de tronco entre las manos que pesa más que mi maleta. Gracias, mascullo. Voy hacia el maletero del coche. El hombre está de espaldas a mí, charlando con uno de mis amigos. Sería tan fácil deshacerme disimuladamente de ese trozo de madera. Me giro discretamente y me encuentro al perro pegado a mi espalda. Ahora tengo un pedazo de masía en el salón de mi casa. 

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En la foto el perro de la masía, evitando que devuelvas los regalos (Photo by Helena Lopes on Pexels.com)

Un bidón de cinco litros

Cuando éramos niños nos llevaron de visita a la embotelladora. La fábrica estaba a casi cuatro kilómetros del pueblo —no es que me acuerde, no tengo tan buena memoria: lo he buscado en Google Maps — y fuimos andando en fila por el arcén de la carretera, contentos de perdernos una mañana de clase. 

No guardo ningún recuerdo de la visita a la fábrica. Solo que, cuando terminó, el guía señaló un montón de garrafas de agua de cinco litros y nos dijo, con voz alegre, que nos podíamos llevar una. ¡Qué emoción! Todos los niños fuimos corriendo y cargamos como pudimos uno de esos bidones de cinco litros, contentos de llevarnos algo de vuelta a casa.

Recuerdo el regreso como si fuera hoy, caminando por el mismo arcén pero esta vez mucho más despacio. Hacía sol y teníamos que detenernos cada pocos pasos para cambiar el bidón de agua de mano. Cinco kilos eran muchos kilos para que unos niños los cargaran durante tanto rato, pero todos estábamos emocionados por el regalo que íbamos a llevar a casa. ¡Debía valer una fortuna! Sin duda, el cansancio merecía la pena.

Cuando, por fin, agotada y muerta de sed, llegué a casa, dejé con dificultad la garrafa sobre la encimera de la cocina. Mi madre me miró con cara rara pero no dijo nada, así que fui yo la que hablé: 

— ¿Cuánto cuesta, mamá? —pregunté, ansiosa. —¿Doscientas, trescientas pesetas?

— Hija, pero qué doscientas pesetas. ¡Esto no cuesta ni veinte!

Aquel fue el primero de una larga lista de desengaños. Fue la primera vez que pensé que se habían reído de mí y que juré que no me volvería a pasar. Por supuesto, no fue la última vez. Lo malo, es que todavía no estoy ni en la penúltima ronda. 

En la foto, el camino de vuelta a casa.

Traducción simultánea

Todo grupo de amigos próximos a la cuarentena alquilan, tarde o temprano, una casa rural en la que pasar el fin de semana. Por el precio que cuesta un hostal decente te haces con una casa de pueblo de techos altos, vigas de madera y muebles rústicos. Aunque, a diferencia del hostal, aquí hay que hacer la lista de la compra, cocinar y dejarlo todo limpio cuando terminas. 

La casa de este fin de semana estaba en un pequeño pueblo que me hubiera permitido ocultarme fácilmente de mis enemigos, en caso de tenerlos. El pueblo tenía un acceso desde la carretera secundaria casi inexistente, una calle mayor que se estrechaba hasta el punto de tener que plegar los retrovisores del coche y una wifi que brillaba por su ausencia. Sí, soy como Sandra Bullock en esa escena de La Red en la que, en la playa, se lamenta por no tener internet. Soy como Sandra Bullock pero veinticinco años más tarde y en un pueblo de Lleida. 

Llevaba todo el sábado metida en casa – para eso se va a las casas rurales, para amortizarlas – cuando decidí salir a dar una vuelta. El pueblo estaba en silencio y hacía frío, y por un rato olvidé mis reticencias y disfruté de las fachadas de piedra, las ventanas llenas de flores y los gatos que se cruzaban en mi camino, perezosos. No estaba tan mal. Había visto un par de carteles anunciando varias casas rurales en el último desvío y pensé que era una buena manera de darle una segunda vida a unas viviendas que, de otro modo, se echarían a perder. 

En ese momento me encontré con una señora que, sentada en el poyo de su casa, daba de comer a los gatos. Sintiéndome pletórica, me lancé:

– Bona tarda, – saludé, haciendo gala de mi don de lenguas.

La señora me miró de arriba a abajo y murmuró algo entre dientes que no entendí, por lo que procedí a responder con una sonrisa y a seguir mi camino.

Era una lástima no haber podido entenderla, pensé. Me podría haber contado cosas del pueblo, de su gente. En esas estaba cuando, dos casas más allá, encontré un cartel colgado en la fachada. “Bando municipal” decía el encabezamiento. Lo leí, primero en diagonal y, la segunda vez, con atención. Al parecer, los vecinos estaban cansados de las casas rurales y pedían, por favor, que no se les molestase.

No hay nada como una buena traducción simultánea. 

En la foto, el gato aburrido de los turistas rurales.
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