El primer día

Me levanto sin despertador. El post podría terminar aquí, dado lo extraordinario del suceso, pero entonces sería un microrrelato. Así que sigo escribiendo. 

Me levanto sin despertador y empiezo a vestirme, nerviosa. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que me puse la ropa de correr. La cuarentena se nota, pero por suerte llevo mallas elásticas, así que no he perdido toda mi dignidad. 

 Es temprano pero hay más gente que nunca. Empiezo a correr antes de que el GPS del reloj detecte señal. No hay nada más ridículo que ese acto de esperar plantado en la acera con los brazos en jarras o, peor aún, levantando la muñeca como si esperases una señal procedente del espacio exterior. Hoy no estoy dispuesta a pasar por eso. Qué más da, pienso, llevo años corriendo, sé controlar mi ritmo sin necesidad de relojes. Mentira. Tras correr como pollo sin cabeza durante un kilómetro me obligo a bajar el ritmo para llegar con vida al final del entreno. 

Disfruto mirando a mi alrededor. En el camino ha crecido la vegetación como si se hubiera apresurado a borrar nuestro rastro. Me dedico a observar a la gente con curiosidad. Hay corredores vestidos como si estuviesen disputando un maratón en Siberia. Pensar en correr con sudadera de algodón y pantalones a lo Rocky Balboa me produce angustia. Otros corren cargados: mochilas gigantes,  gymsacks que tintinean como si estuviesen llenos de calderilla y riñoneras adquiridas el mismo año en que su propietario compró esa camiseta de Barcelona 92 que luce con orgullo.

No son corredores habituales, pienso, con cierta superioridad. Mi pensamiento se confirma cuando los adelanto, uno tras otro, pese a ir tan despacio que empiezo a dudar de si el GPS ha cogido señal o si cree que sigo encerrada en el salón de casa pasando la mopa. Delante de mí veo a un hombre con chándal de tactel que jadea fuertemente. Cuando estoy a punto de sobrepasarlo, acelera. Es algo habitual. Sé que no durará mucho, por lo que acelero hasta ponerme a su altura, manteniendo, por supuesto, la distancia de seguridad, hasta que lo adelanto. No es tarea fácil. Cuando ya lo he pasado, siento su aliento en la nuca. En ese momento el coronavirus es lo último que me importa. Mi único objetivo es que no me adelante un señor en chándal ochentero que duplica mi peso, así que aprieto los dientes y acelero un poco más. 

El corazón está a punto de salirme por la boca pero sigo escuchando sus pasos, así que recurro a la maniobra más patética posible: salgo del camino principal, haciendo que nuestras rutas se separen. En cuanto doy la vuelta a la esquina, me detengo. Respiro hondo tratando de recomponerme, mientras me digo que qué necesidad, qué más me da que me adelante nadie, ni que fuera medallista olímpica. Debería disculparme por ser tan idiota, pienso. En esas estoy cuando escucho, de nuevo, ese jadeo inconfundible. Levanto la cabeza y descubro cómo el corredor viene hacia mí, como si hubiera dado la vuelta a la manzana en dirección contraria solo para reencontrarse conmigo. 

Como no tengo aire no puedo disculparme. En su lugar levanto la mano y le digo hola con mi mejor sonrisa, a lo que responde con una inclinación de cabeza. Me giro para verlo desaparecer tras la esquina, su chándal haciendo ese fru-frú inconfundible cuando roza la tela. El primer día es especial, pero el segundo será mejor.

En la foto, yo fingiendo que se me han desatado los cordones para descansar.

Un atardecer diferente

Hacía frío, mucho frío. El cierzo había vuelto y aunque había dejado de llover, el cielo amenazaba tormenta. Para colmo, todavía no me había recuperado de los excesos navideños, así que afronté mi entreno de series como suelo hacerlo en esas circunstancias: engañándome. «Bueno Isabel, es suficiente con que corras un poco más rápido, pero no mucho, no te agobies». Por supuesto, al final siempre acabo apretando como si no hubiera un mañana.

Había cogido el camino habitual, en dirección al río, y había empezado a trotar. La primera serie me había llevado hasta los pies del puente. Lo había cruzado en la segunda, los pasos resonando sobre la madera. Había descendido hasta el parque y cuando empezaba a no poder más me había cruzado con un grupo de corredores, por lo que había levantado la cabeza y ampliado la zancada. No hay como que nos miren para mejorar exponencialmente.

El reloj había pitado, indicando que la serie había llegado a su fin y yo me había detenido, resollando. Tenía noventa segundos para recuperarme. Con los brazos en jarra había mirado hacia arriba: el atardecer me regalaba un cielo de cientos de tonalidades rosa, surcado por nubes azuladas que parecían abrazar la Torre.

torreAgua

A mi izquierda, al reguardo del viento bajo un arco de enredaderas, una pareja de unos 70 años se abrazaba y besaba. La escena me había hecho sonreír: la luz del atardecer, ella, él. De repente, por el rabillo del ojo, había visto cómo la mujer manipulaba la cinturilla de su pantalón, mientras ambos se apretaban con fuerza, lo que me había llevado a concentrarme en las nubes con renovado interés.

En ese momento había vuelto a pitar el reloj y yo me había lanzado a correr como alma que lleva el diablo. Pensé que se había roto la magia, pero hasta sin ella, era un atardecer precioso.

Running West

Levántate pronto el fin de semana. Cruza las calles todavía tranquilas del Upper East Side en dirección al Metropolitan. Allí empiezan a montar los primeros puestos de postales, comienzan a colgar sus lienzos pintores anónimos. Los food trucks todavía no se han puesto en marcha y el aire, por una vez, no huele a comida.

Intérnate en Central Park. Cruza el drive, que a esas horas ya está lleno de corredores y ciclistas. Bordea el Great Lawn, con sus pistas de baseball desiertas donde algún madrugador ya lee el periódico, sentado en el césped. Avanza con cuidado: a esa hora los perros pueden ir sueltos y alguno se cuela entre tus piernas.

Central Park
Central Park

Llega hasta el West dejando a tu izquierda el Museo de Historia Natural, con su escalinata blanca y el parque que lo bordea, con su mercadillo de frutas y verduras. Este fin de semana Amsterdam Avenue es peatonal y la policía ya está bloqueando los accesos. Sumérgete en las calles del Upper West Side que llevan hasta el río, entre sus casas de escalones empinados y gruesos muros de piedra. Esas calles en las que nunca parece ocurrir nada, pero donde siempre tienes la sensación de no pasar el tiempo suficiente.

Upper West Side
Upper West Side

Alcanza el parque y recorre sus caminos hasta encontrar, casi al azar, el puente que te permite cruzar por debajo del Hudson Parkway. Los restaurantes están vacíos y las terrazas todavía sin montar. El río aparece de repente y sientes que has completado una etapa.

El Hudson apenas se mueve, majestuoso. Lo tienes a tu derecha, y a la izquierda el paisaje se va transformando. Entretente con las estructuras metálicas del Parkway, una construcción gigante que el óxido se ha ido comiendo. Más adelante dejas a la izquierda la zona de Hell´s Kitchen, con sus edificios bajos que ya no dan sombra. En Chelsea aparecen las grúas, como si el barrio entero estuviera en construcción, y cuando divisas por primera vez High Line y el Whitney, sabes que ya ha pasado lo peor.

Chelsea
Chelsea

Mientras tanto, los muelles han ido pasando. En algunos hay atracados grandes cruceros, y cientos de pasajeros cruzan por delante de ti cargados con inmensos maletones, dispuestos a conquistar la ciudad. Otros parecen abandonados, y las vallas metálicas te impiden acercarte, aunque hace mucho que fueron desvalijados.

Por fin divisas el One World al fondo: es la señal que indica que estás llegando al final. El Downtown te hace sentir diminuto y parece dispuesto a engullirte, pero el sol reluce en cada uno de los cristales de sus rascacielos, tranquilizándote. Los mendigos, la suciedad, quedaron atrás, y cuando enfilas Rockefeller Park estás en una ciudad distinta. Hasta el río ha cambiado y te parece más limpio, más azul.

Hudson River. Battery Park
Hudson River. Battery Park

Al final, bordeas Battery Park, esquivando a los turistas que buscan un ferry que les lleve a la Estatua de la Libertad, y te detienes en la estación de metro de Bowling Green. Suficiente. Hora de volver a casa.

Running West
Running West

Running Central Park

Hay un camino que rodea el Jacqueline Kennedy Onassis Reservoir de Central Park. Dice la Wikipedia que tiene una superficie de 43 hectáreas y un perímetro de 2,5 km. Yo lo único que podría añadir es que es enorme. Gigantesco.

Central Park
Central Park

Central Park
Central Park

Igual que los cinéfilos, los melómanos o los adictos a las compras tienen su propia guía mental de la ciudad, marcada con todos aquellos sitios que deberían visitar, las personas que corremos – sí, los runners – no somos una excepción. Así, si existiese una lista con los 10 lugares imprescindibles en los que correr, probablemente estaría encabezada por Central Park.

Central Park
Central Park

Central Park está incorporado al imaginario de los corredores como uno de esos sitios en los que hay que correr al menos una vez en la vida. No siempre existe un pensamiento concreto, una imagen determinada que queramos reproducir y que nos empuje hacia el parque. Simplemente, vamos. Cruzamos las calles empinadas del Upper East Side dejando el río a nuestras espaldas, viendo como ese decorado verde que parece Central Park está cada vez más cerca, hasta que, en la 5th Avenue, lo abarca todo. Una vez allí, sobrecoge lo frondoso de los árboles, la sensación de aislamiento de la ciudad. Pero sobre todo fascina el reflejo de los edificios del West Side y los rascacielos del Midtown sobre la superficie del lago, como si alguien hubiese encendido todas las luces de la ciudad con el único objetivo de que nosotros podamos disfrutar de ellas mientras corremos.

Central Park
Central Park

Tal vez fui una de las corredoras más lentas del parque. Por supuesto, no me importa. Al menos de momento, me conformo con no tener el estilo de Phoebe.

Circuito Central Park básico. Distancia aproximada: 8 kms.  Recorrido circular. En nuestro caso, el punto de inicio fue el Metropolitan, en la 5ª Avenida. Se comienza hacia el Norte, rodeando el lago, para después continuar por el West Drive. Por la noche los caminos no están iluminados, salvo alrededor del lago, por lo que es recomendable correr por las zonas asfaltadas que ya están cerradas al tráfico (en el suelo están indicadas las zonas para correr, ir en bici o en coche). Es posible continuar por el West Drive o salir a la altura de Columbus Circle para avanzar próximos a la calle 59.

Circuito por Central Park
Circuito por Central Park

Para otras – y más completas – alternativas, nada mejor que el Central Park Conservancy Running Map.

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