Una visita inesperada

Hoy Ómicron se va. O eso es lo que dijo cuando apareció de forma inesperada en la puerta de casa. Solo serán siete días, exclamó alegre, como si fuera poco tiempo. Soy una mujer educada, así que sonreí como pude y me aparté a un lado dejándolo entrar, aunque la visita me venía fatal. 

Mientras bebo un vaso de agua tras otro para mantener a raya el picor de garganta lo espío desde la cocina. A su alrededor está todo desordenado, el sofá lleno de migas y las bolisas se acumulan en el parqué. Es casi la hora de comer y todavía no ha preparado las maletas. No quiero dar la impresión de que lo estoy echando, pero cada vez que paso por delante del sofá y lo veo ahí, despatarrado, me tengo que morder la lengua para no lanzarle una indirecta. Lo haría si no me doliese tanto la cabeza, quién sabe si por su culpa o por la ventilación cruzada. Al menos no se queda dos semanas como hacía antes, pienso para consolarme, mientras me trago el enésimo paracetamol. 

J2 no quiere que se vaya. De vez en cuando se acerca a Ómicron y lo abraza, zalamera. Qué bien estamos aquí todos, le dice, y nos mira buscando aprobación. Nosotros sonreímos, nerviosos, sin atrevernos a llevarle la contraria, no vaya a ser que decida quedarse más tiempo. Estoy muy contenta de que haya venido, me dijo ayer por la noche cuando la arropaba. Como si no supiéramos que lo invitó ella. 

Voy a preguntarle si se quedará a comer. Seguro que dice que sí. Muy enfermo, pero no se pierde una comida.

En la foto, la maleta que he preparado a mi visitante. Espero que capte la indirecta. 

Contagio

El día de ayer empezó como cualquier otro: sonó el despertador, remoloneé en la cama hasta el límite de lo permitido y después me arrastré hasta la ducha. Una vez duchada y vestida desayuné de pie mi café, mirando a un punto indefinido situado más allá de la vitrocerámica. Había trabajado tanto durante los últimos días que tenía la sensación de no diferenciar entre el día y la noche. Ha habido otras temporadas así, me dije, para consolarme. También esta pasará. Y, no queriendo darle más importancia, me puse el abrigo, cogí el bolso y cerré la puerta de casa.

En el garaje todavía estaban aparcados los coches de mis vecinos. Normalmente era la última en salir, pero aquel día se les debían haber pegado las sábanas. Encendí el motor y puse la radio. En lugar del locutor de todas las mañanas había un programa de música enlatada. Qué raro, pensé, enfilando la avenida. No era lo único diferente. Las tiendas estaban cerradas y las calles, desiertas. Me adelantó un taxi solitario a toda velocidad y una ambulancia con la sirena encendida, algo innecesario dadas las circunstancias. 

¿Dónde se había metido todo el mundo?

Entonces fui consciente de lo que pasaba. 

Había estado demasiado ocupada con el trabajo para interesarme por la epidemia. A fin de cuentas soy tan hipocondriaca que, cuando ocurren estas cosas, prefiero hacer como que no pasa nada. La noche anterior, antes de acostarme, había leído muy a mi pesar algunos titulares. Hablaban de pueblos aislados en Italia y de hoteles enteros en cuarentena. ¿Y si la pandemia había llegado a España? ¿Y si la gente había huido de las ciudades, buscando un lugar seguro? Habían empezado a sudarme las manos. Traté de cambiar de emisora, buscando algo de información, pero estaba tan nerviosa que lo único que conseguí fue desprogramar la radio. Al llegar al parking del trabajo, solté un grito: estaba completamente vacío.

Temblando, bajé del coche y miré a mi alrededor. Aquella escena me hacía pensar en un apocalipsis zombie en el que yo era la única superviviente. 

– ¡Eh! ¿Qué haces aquí?

Había girado sobre mis talones. El vigilante de seguridad me observaba a unos metros de distancia, sin duda sopesando si yo era un muerto viviente o una persona normal.

– ¡Te tienes que ir! – Había insistido, ante mi estupor inicial.  

– Sí, sí, ya me voy. – Me había girado hacia el coche, dispuesta a volver por donde había venido. Tenía que regresar a casa y encerrarme con llave. No quería que nadie me contagiara. 

– Hay que conocer las normas. – Me había mirado de arriba a abajo, moviendo la cabeza con desaprobación. – Deberías saber que los fines de semana no se puede aparcar.

Dentro del coche, metí con dificultad la primera marcha y no dejé de temblar hasta que no estuve a varias calles de distancia. Nunca me han gustado los domingos, pero aquel se llevaba la palma. 

En la foto, la ciudad tras el paso del coronavirus.
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