Kahakuloa

El mapa indicaba que la carretera se volvía peligrosa unos kilómetros antes de llegar a Kahakuloa. Hasta el momento todos los avisos – alerta de huracán , playas con corrientes mortales, lechos de ríos que podían inundarse en cualquier momento – habían pecado de excesivos, recordándonos que, aún en medio del Pacífico, continuábamos en territorio americano. Así que seguimos, sin ningún tipo de remordimiento, porque el paisaje era tan espectacular que hubiera sido una pena perdérselo.

Kahakuloa
Maui

Avanzábamos hablando, despreocupados, entre el océano y la montaña. De forma abrupta, la carretera se había estrechado, y se había convertido en un carril entre la maleza y el barranco. Nos callamos y conducimos despacio, tanto como fue necesario, mientras la carretera descendía hasta el nivel del mar.

Llegamos a Kahakuloa algo nerviosos, pero sobre todo aliviados de que la carretera hubiese terminado. Decidimos descansar un rato, y terminamos parando en una de las casas del pueblo, donde se anunciaba que vendían banana bread. En el porche abierto, una pareja de abuelos jugaba a una especie de dominó, y estuvimos esperando hasta que terminaron la jugada. ¿De dónde venís? ¡Eso está muy lejos! Decían mientras nos sonreían, y yo también sonreía al responder que así era.

Llevaros éste también, nos había dicho ella después de pagar, dándonos el banana bread sobrante. No va a pasar nadie más por aquí hoy. Y en su voz había un tono de ofrecimiento, pero sobre todo de orden, como cuando las abuelas te dan algo y sabes que no puedes negarte. El gesto me hizo sonreír todavía más, así que, como hacen los nietos, di las gracias, lo cogí y lo guardé con rapidez. Tal vez, sólo tal vez, no estábamos tan lejos de casa.

Kahakuloa
Kahakuloa

El arte de desaparecer

Vuelvo a caminar por las calles que ya recorrí, y parece que nada ha cambiado en estas semanas. Lo extraordinario se vuelve cotidiano en tan sólo un par de paseos, y aunque probablemente sea mejor así, ya que lidiar con la sorpresa constante sería demasiado agotador, no deja de resultar decepcionante.

Camino y pienso en todos los sitios a los que quería regresar, mientras descubro lugares nuevos en esquinas que creía conocer. En ningún otro lugar se da así el arte de desaparecer, aquel en el que los lugares se extinguen, como si en vez de por una cuadrícula numerada nos moviésemos en un hutong o en una favela. Tratas de recordar todos esos lugares – ese piano bar donde suena la música, el diner anticuado de una esquina, la pastelería tan mona que estaba al lado de una juguetería – pero cuando tratas de volver, localizarlos termina siendo una tarea inútil. A todos esos sitios hay que añadir aquellos a los que dedicas unos segundos, pero que después desaparecen en la bruma de la memoria, de los pasos y de nuevas sorpresas.

Las calles de Nueva York son viejas conocidas que se tornan nuevas a cada momento. Se esconden, cambian y, al final, nada permanece.

Lexington Av
Lexington Av

Por qué los viajes organizados son el mal

En las últimas horas, antes de coger el vuelo de vuelta, es cuando empiezo a asimilar el viaje. Suelo pensar en todo lo que he visto, lo que he hecho y cómo me he sentido. Pero estos días hay otro pensamiento que no me abandona: los viajes organizados, esos contratados en agencia con circuito cerrado, deberían formar parte del eje del mal. Por varias razones:

1. El GH de los viajes.

Puedo ser una persona sociable cuando es necesario, pero en los viajes organizados mis niveles de sociopatía superan a los del peor asesino en serie. No sólo porque querría estrangular a más de uno, por ejemplo al señor que en estos momentos lee a voz en grito el listado de restaurantes africanos de la guía, sino porque no me apetece relacionarme. Un viaje organizado implica un grupo y la gente enseguida se adapta a esa situación: se conocen, se sientan juntos y hablan. En resumen, se les ve felices. Mientras, yo cruzo los dedos para que las mesas de la comida estén separadas y, así, no verme obligada a entablar conversación.

2. Un recorrido para conquistarlos a todos.

Cada persona tiene su itinerario ideal, todo aquello que no quiere perderse. Si mi listado coincide con el de la mayorista, es un milagro. Que, además, coincidan los tiempos, es algo que todavía no me ha sucedido. Las paradas más largas no son en los miradores más espectaculares, ni en los mejores museos, sino en la tienda donde se llevan más comisión. Y eso me lleva al siguiente punto.

3. La ruta del souvenir.

Recuerdo las tiendas de vodka de Rusia, las de alfombras de Turquía y las de pergaminos egipcios. Considerando que soy una persona que huyo de las tiendas como de la peste, y más de las de turistas, el tiempo que he pasado en esos lugares, para no comprar nada es el que más me duele haber perdido.

4. Una parada, una foto.

Parar, bajar, hacer una foto y volver a subir al autobús. Esa es la frase más repetida en los viajes organizados. Vamos a ver. Mis pelos y yo no aportamos nada a este precioso fiordo, y sospecho que ha habido fotógrafos que han retratado las pirámides mucho mejor que mi cámara de pocos píxeles. ¿Para cuándo la opción, baja y contempla el paisaje?

5. Guías, vade retro.

Mi relación con los guías es complicada. El de Egipto nos llamaba a gritos «Faraones súper súper guapos» y en el museo del Cairo sólo se detuvo ante el preservativo más antiguo de la historia. Estoy segura de que mi guía de Moscú había pertenecido a la KGB y daba miedo preguntarle nada. En Noruega la guía está empeñada en hablarnos de economía y sus explicaciones rallan lo oligofrénico. Con la honrosa excepción de mi guía turco, que era profesor de universidad y un fanático de los hititas, el resto han sido un desastre. O, tal vez, se deba a mi sociopatía. Y, así, vuelvo al punto uno…

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La desolación nórdica

Esta mañana me he puesto los leotardos debajo de los vaqueros. Una camiseta de tirantes, una camiseta térmica de manga larga y otra de algodón encima. Una sudadera y la cazadora de cuero. En cuanto he bajado del autobús, he sentido cómo el frío me calaba los huesos. Algo no iba bien.

Probablemente son demasiados cambios en poco tiempo. En menos de dos semanas he pasado del ajetreo de NYC, al tranquilo sofoco zaragozano y, ahora, a la fría desolación nórdica. Hay una parte de mí que se resiste a aceptar esta nueva realidad. No sé qué es más difícil: el frío, la nieve en pleno mes de julio o esos paisajes infinitos en los que no se ve un alma. Espero que el agua que surca las rocas me eche una mano. Que los paseos por el monte, los lagos en los que se reflejan las montañas y las casas de madera con sus plantas en las ventanas, me reconcilien con esta desolación. No hay muchas más opciones. Como dijo el guía el primer día, aquí, en Noruega, es lo que hay.

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Norway

La lengua de las peluqueras

Todas las peluqueras comparten un lenguaje propio.

Da igual que les digas que respeten el largo de tu melena, que te corten sólo dos dedos o que los 5 cm es una frontera que no debe ser traspasada. Tú verás cómo asienten con la cabeza mientras largos mechones van cayendo al suelo.

Te ofrecerán una revista. Aunque no la quieras. Les dirás que no educadamente, pero seguirán insistiendo. Sospechas que es una táctica para poder cortarte todavía más pelo y niegas con todo el ímpetu posible sin mover la cabeza. Como si vigilar sirviese de alto.

Mientras parlotean sobre cualquier tema, del que pronto perderás el hilo, intercalarán supuestas preguntas. ¿Te pongo mascarilla? ¿Unas ampollas para el cabello? ¿Un poco de laca? No hace falta que respondas, son preguntas puramente retóricas. La única opción posible es un sí a todo.

En algún momento, aparecerá la clásica pregunta trampa: ¿Cómo quieres que te peine? Da igual que digas que te lo dejen despeinado, que le pasen las planchas, que te lo ricen o que sonrías como un idiota sin pronunciar palabra cual extranjero. En mi caso, esa pregunta siempre conlleva el mismo resultado: tirabuzones.

Cuando te cobren, en esas pequeñas registradoras que traquetean y que parecen compartir todas las peluquerías, nunca sabrás qué son todos esos dígitos que se van añadiendo a la cuenta, ni a qué corresponde la suma final. Te limitarás a salir corriendo, como si te persiguiese la misma bruja Avería.

Cuando no sabes si vienes o vas

Cuando bajé del autobús, quemaba el suelo.

Por un instante miré a mi alrededor y no supe dónde estaba. Ni el jet lag ni las horas de viaje ayudaban a ubicarse en medio del calor sofocante.

La sensación tardó en desaparecer más de lo esperado. Pasó un día, y luego otro. Fui a lugares que solía frecuentar, hablé con amigos y dormí en mi cama, pero nada terminaba de resultarme familiar.

Al final, una tarde, se puso el sol. Y todo volvió a su lugar.

Zaragoza
Zaragoza

NYC según el señor Ibrahim

El viernes es el día de recogida de basuras en mi barrio. Sí, los camiones de basura pasan sólo un día a la semana. Mientras tanto, los desperdicios de los neoyorquinos se depositan en los contenedores de las puertas de las casas, relativamente pequeños para todos los que viven aquí. Dónde esconden la basura hasta el viernes, prefiero no saberlo.

El día indicado las calles despiertan llenas de bolsas. Los plásticos asoman entre más plástico, los muebles se suceden en lo que parece un muestrario de Ikea y los cartones se disponen en filas cuidadosamente ordenadas.

Upper West Side
Upper West Side
Yorkville
Yorkville

Cuando los veo, recuerdo con nostalgia al pirómano de mi ciudad. Ése que, de vez en cuando, incendia un contenedor a media noche. Pienso que en ningún sitio sería tan feliz como aquí.

Días que se acortan

Yo nací para mirar el cielo.

Para sentarme y disfrutar de los últimos minutos de luz del día. De ese instante en que permanecer atento mientras todo alrededor se oscurece y las luces se van encendiendo, unas tras otras. Mirar con los ojos bien abiertos, respirar bajito y no atreverte a hablar, como si una sola palabra pudiese romper el encanto.

Yo nací para ver las nubes esponjosas, los cielos raudos, las masas oscuras que amenazan tormenta.

Querría vivir en un mundo donde lo más importante fuese llegar al atardecer al sitio indicado, y aguardar preparada a que se ponga el sol. Como un vampiro, pero a la inversa.

Gantry Plaza State Park
Gantry Plaza State Park

Las 10 cosas que aprendí de los neoyorquinos viviendo en Yorkville

1. ¡Estoy solo en el mundo!

En una ciudad de más de 8 millones de habitantes, de los cuáles más de 1 y medio están en Manhattan – y la isla no es tan grande, os lo prometo – estar solo es una utopía. Pero los neoyorquinos lo intentan. Para ello son capaces de caminar con los dos cascos puestos, sin levantar la mirada de la pantalla del móvil o lanzarse hasta el final del andén en busca del vagón más vacío de tren, para expandirse como si no hubiese problemas de espacio. La ilusión es lo último que se pierde.

2. Cuanto más grande, mejor.

Los coches pequeños son de losers. Cuanto más grande sea, cuanto más espacio ocupe, más les gusta. Da igual que consuma mucho – la gasolina es muy barata, ¡viva el cambio climático! – o que no puedas aparcarlo en ningún sitio. Eso se aplica también a los anticuados autobuses escolares, a los coches de bomberos y a las ambulancias. Por qué ocupar sólo un carril cuando puedes ocupar uno y medio.

3. ¿Por qué hacerlo tú cuando puedes pagar a otro para que lo haga?

Aquí no ha triunfado el movimiento DIY o, si lo ha hecho, es con un fin puramente lúdico. El ejemplo más claro son los cleaners. Los pisos no suelen tener lavadora, pero lo de ir a la laundry está anticuado. Cada dos pasos tienes un negocio de cleaners, donde lavan y pliegan tu ropa por un módico precio. ¿Quién quiere lavadora?

4. Miedo, miedo everywhere (todos los peligros nos acechan)

Ya lo conté en este otro post. El factor miedo está siempre presente, ya sea en forma de amenaza a la seguridad nacional, de insecto que puede picarte y contagiarte una terrible enfermedad o de un sospechoso en el metro dispuesto a lanzarse sobre ti. A mí lo que más inseguridad me produce son esos policías neoyorquinos gordos con la pistola en el cinto: estoy segura de que prefieren sacar el arma a correr detrás de un sospechoso.

5. Manos, ¿Para qué os quiero?

Tener ambas manos ocupadas cuando ando por la calle me produce cierto angustia. Tal vez se deba a mi torpeza, ya que me veo tropezando y dejándome los dientes sobre la acera. Por esa razón me agobia ver a los neoyorquinos con las dos manos ocupadas, en el que es su estado habitual: en un mano el teléfono móvil – un día regalaron iPhone 6, o no me lo explico – y en la otra, la bebida. Da igual la hora del día, aquí caminar sin un vaso con pajita es impensable. Y eso me lleva al siguiente punto:

6. Healthy power vs. extra de grasa: elige tu bando.

Aquí no hay término medio. Las tiendas de productos energéticos proliferan en mi barrio casi tanto como las hamburgueserías. Los estantes de productos organic se codean con las montañas de galletas, azúcares y comida procesada. Aquí puedes ser el más sano o el más cerdo, pero el término medio… ¡Ay, el término medio! Eso sí, nota salubrista: si quieres comer sano, tienes que pagarlo.

7. Si eres taxista, las señales de tráfico son orientativas.

Da igual que indiquen que no puedes girar o que está en rojo. Si eres taxista puedes hacer lo que quieras en esta ciudad. Y, además, pitando sin parar, aunque no exista motivo para ello. Y hay otra excepción: los ciclistas. Los pocos valientes que se aventuran en bici lo hacen a pecho descubierto: sin respetar las normas – he visto a ciclistas en dirección contraria por la 2ª – y pedaleando sin luces en plena oscuridad. Muy peligroso.

8. Like it? Pay it!

La primera vez que fui a Central Park me llamaron la atención unos carteles con el siguiente mensaje: «¿Estás disfrutando de esta experiencia? ¡Colabora!». Aquí todo es posible gracias a la financiación particular. La gente paga y dedica los bancos de los parques – «Para nuestra querida madre a la que nunca olvidaremos», «Para nuestro amado hijo» – los museos reclutan constantemente socios, hay una asociación por cada actividad y hasta los conciertos de verano los ha financiado algún rico que, afortunadamente, tuvo la feliz idea de que todos disfrutásemos de la filarmónica de NYC. En general, es casi imposible encontrar un espacio no patrocinado.

9. El novio de la muerte.

Se podría hacer una ruta por Manhattan que recorriera la ciudad de memorial en memorial, y no nos dejaríamos nada sin ver. Da igual que estés en un parque, una plaza, la esquina de un edificio o en un parque de atracciones. En cualquier punto puedes encontrar una escultura que recuerda a los desaparecidos en combate, una placa con los nombres de las víctimas del 11M o una bandera negra que nos recuerda que hay muchos hijos de América que dieron su vida por la patria. Tétrico.

10. ¡Honor!

Aquí la palabra es mucho más valiosa que los documentos. Lo comprobé el día que nos cambiaron una botella de vino picado sin necesidad del ticket, sin dudar de que la hubiésemos comprado allí. En otra ocasión, comiendo en un restaurante nos quejamos después de más de 40 minutos esperando la comida. El resultado: nos invitaron a comer – ¡Sí, como hacen con toda la remesa de primeros comensales en Pesadilla en la Cocina! – Es cierto que una mala opinión puede hundir la reputación de tu negocio, pero también que nadie pone en duda tu palabra. Y eso, siempre es de agradecer.

Subir, bajar y volver a subir como en una montaña rusa

Me moría de ganas de visitar Coney Island. Tantas, que cuando el metro anunció la última parada, ya estaba dando saltos de alegría como una niña. Al salir de la estación, el mural de Nathan con los resultados del concurso de comer perritos calientes de cada 4 de julio me da la bienvenida. Los ganadores de otros años posan como luchadores de Pressing catch y puedo leer que el récord está establecido en 69 perritos. Realmente impresionante.

El mural es la declaración de intenciones de Coney Island, un lugar donde se acumula lo hortera, lo feo. Todo aquello de lo que se enorgullecen los neoyorquinos queda muy lejos en el espacio, pero también en el tiempo. El reloj del Luna Park se detuvo hace varias décadas, y paseando entre las atracciones puedes encontrar tómbolas rudimentarias y autómatas que prometen enamorarte por un cuarto de dólar. El paseo de la playa está atestado de puestos de comida con olor a fritanga, y los comensales beben sin traspasar una línea pintada en el suelo. Unos metros más allá, un grupo de puertorriqueños bailan como si acabasen de salir de un after.

Me muevo contenta entre ese feísmo, sin apartar la mirada del Cyclone, mi auténtico destino. Nerviosa pago los billetes y consigo encajarme en uno de sus diminutos asientos de cuero marrón. El viaje dura menos de dos minutos y termino feliz, pletórica.

Me encantan las montañas rusas. Hay subidas, bajadas y más subidas. Las subidas parecen que no se acaban nunca y pueden provocar más vértigo que placer. En algunas caídas son peores los nervios previos que lo que realmente sucede, y terminas reconociendo que no fue para tanto. Otras, pasan desapercibidas hasta que no te ves la punta de los pies y las tienes que afrontar con lo puesto. Sea lo que fuere, al final siempre terminas mejor que empezaste. Como la vida, vamos.

Cyclone
Cyclone
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