Día 30. El baile del coronavirus

Después de que el pediatra me llame por teléfono —ha tenido que venir una pandemia mundial para que el sistema sanitario se plantee seriamente la teleasistencia — voy a la farmacia del barrio. Sigue igual que la dejé, al parecer continúan realizando autopsias a extraterrestres. Como las medidas de protección no les debían de parecer suficientes han añadido a la indumentaria un gorro de quirófano. Porque, quién sabe, igual algún virus travieso decide alojarse en su pelo.

Hay otra señora esperando su turno para ser atendida, pero por suerte ese local del tamaño de una cancha de fútbol sala permite la presencia de dos clientes. Una dependienta se acerca y se detiene al otro lado del plástico. Tan cerca y tan lejos, pienso, y después de saludarla aparentando ser una persona normal saco la tarjeta sanitaria. Cuando intento dársela me grita que no, que se la enseñe a través del plástico. Así que permanezco con la tarjeta levantada durante un minuto mientras apunta el número en un papel, como un policía enseñando la placa.

Superado el primer escollo, llega el momento de recoger el paquete, que deposita en un pequeño agujero al lado de la otra clienta. “Al lado” en medida pandémica de distancia. En medida pre-pandémica estaríamos hablando de metros. En ese momento se produce un maravilloso baile de sincronización perfecta. Cuando doy un paso en esa dirección, la mujer —una buena anciana de aspecto enfermizo —da tal salto hacia atrás que parece salida del ballet ruso. Qué elegancia, cuánta belleza. Cuando me alejo realiza el mismo salto, pero hacia delante. Estoy impresionada. Tanto, que decido pedir una crema que no necesito para disfrutar de nuevo del espectáculo. Y así ha sido: preciso paso hacia detrás y posterior jeté. Qué maravilla, pienso, de camino a casa. Qué haríamos sin estos raticos.  

#cuarentena #covid-19

Francotirador

En los últimos años ha empezado a llegar gente nueva al barrio. Las casas que habitaban matrimonios mayores y que después quedaron vacías comienzan a renovarse. Raro es el mes en el que no llega un nuevo camión de mudanzas, en el que un piso no aparece con las ventanas cambiadas o en el que no descubro, tras un balcón abierto, una cuadrilla de pintores. 

La reforma en el piso del otro lado de la calle ha durado todo el invierno. Han cambiado las ventanas y el suelo del balcón. Han pulido la barandilla y, cuando se ve el interior, hay un parquet recién puesto. 

Observo la persiana reluciente un domingo por la mañana cuando, de repente, se levanta. La puerta del balcón se abre y salen dos niños, hermanos, probablemente, los nuevos habitantes de la vivienda. Son dos chicos espigados, uno de unos cinco años, el otro, de unos dos o tres más. Se agarran a los barrotes del balcón y miran hacia abajo. Me alegra descubrir gente nueva, sobre todo niños en unas calles llenas de gente mayor. Doy un sorbo a mi taza y sonrío desde detrás del cristal.

Los niños hablan entre ellos y desaparecen en el interior del piso. Me quedo allí de pie, distraída, y apenas unos segundos después vuelven a aparecer. Llevan sendas metralletas de juguete en la mano, de un plástico negro reluciente. La del pequeño es casi más grande que él y la levanta con dificultad, como si fuera un bazuca. Tras un breve coloquio empiezan a simular que disparan a la gente que pasa por la calle. Apuntan y después ríen, comentando la jugada. Mi alegría se convierte en estupor. ¿Desde cuándo comparto calle con esa pareja de francotiradores? Como si me hubiesen oído miran hacia el balcón de enfrente, el mío. Me pillan por sorpresa, así que lo único que se me ocurre hacer es sonreír y levantar la mano en una especie de saludo. Los niños me devuelven la sonrisa. La calle es tan estrecha que me permite ver que, al mayor, le faltan las dos palas. De repente, el pequeño levanta la metralleta y, guiñando el ojo y tomándose su tiempo, hace un ruido con la boca. “Pum” puedo leer en sus labios, mientras siento cómo la bala imaginaria me atraviesa el pecho. 

Los niños se pierden en el interior del balcón pero yo permanezco allí unos minutos más. Echo de menos a mis antiguas vecinas

En la foto, la ventana tras la que espío a mis vecinos.

Día 29. El misterio de la mascarilla perdida

Apareció ayer bajo mi ventana. Cuando una pasa tantas horas en el balcón es capaz de detectar cada detalle, cada elemento distinto. En este caso, además, no tenía mucho mérito: una mascarilla quirúrgica, totalmente desplegada cual mariposa a punto de echar a volar, no es algo que pase desapercibido. Mi primer impulso fue bajar a buscarla antes de que alguien me la arrebatase. Dado el precio que llevan en las farmacias he calculado que el mes que viene las cambiarán por riñones en el mercado negro. Estaba ya abriendo la puerta cuando la frase favorita de J2 esta semana me vino a la mente: “eso es una guarrada”. Sí, era una guarrada, así que volví sobre mis pasos y me asomé a la barandilla a la espera de ver qué ocurría con ella.

La mascarilla siguió allí todo el día, y todavía estaba hoy cuando me he levantado y, corriendo, me he asomado a darle los buenos días. Ni basureros, ni abuelos comprando el pan, ni la lluvia que había caído por la noche habían podido vencerla. Seguía desplegada en la acera, impoluta como si fuera un ente divino. A falta de procesiones y nazarenos, un milagro de mascarilla resulta bastante adecuado. Me asomo con el vaso de vermut para brindar por ella, el símbolo de la batalla contra el virus —si no usas símiles bélicos para hablar del coronavirus te quitan puntos en el carnet de ciudadano de bien — cuando veo como un perro se acerca peligrosamente a ella. El perro la mordisquea y, oh, no, se mea encima, sin que su dueña intente evitar el estropicio.

Mañana llevaremos ya un mes de encierro y ni siquiera tenemos símbolos a los que agarrarnos. Que sea lo que dios quiera.

#cuarentena #covid-19

Día 28. Un agujero

Hoy he decidido vestirme. Así, con todas las letras. A fin de cuentas, es sábado, he pensado por la mañana, así que he abierto el armario de par en par y me he puesto con los brazos en jarras, porque si no, como todo el mundo sabe, el outfit no sale bien. Después de dos largos minutos en posición de jotera, y tras descartar casi todo el vestuario, he elegido un vestido lo suficientemente cómodo para jugar a la plastilina tirada por el suelo, uno de mis planes de hoy.

El problema ha llegado cuando he rebuscado en la caja de las medias. Las únicas que me quedaban bien tenían un agujero en el dedo. Diminuto, pero un principio de agujero. Bueno, no me va a ver nadie. Y no tengo más opciones. Así que me he vestido toda digna y, me he sentado en el suelo a jugar, sorpresa, con la plastilina. En esas estábamos cuando J2 sin previo aviso, dejando a un lado el churro que estaba amasando, ha acercado su cara a mi pierna y, con precisión letal, ha metido el dedo en el agujero. Ante mis ojos, este se ha agrandado, haciendo que asomase todo mi dedo.

Y aquí estoy ahora, viendo a mi dedo gordo escaparse del leotardo como si tuviera vida propia. Esto me lleva a pensar dos cosas. La primera es que hasta mis dedos están cansados del confinamiento. La segunda, mucho más práctica, es mi aprendizaje de hoy: quién me manda a mí arreglarme con lo bien que se está en chándal.

#cuarentena #covid-19

Día 27. Nada, de Carmen Laforet

Me quedo mirando la pantalla del ordenador mientras pienso qué puedo contar hoy. Hace días que no salgo, en concreto desde que arrasé el Eroski cual jinete del apocalipsis. No he interactuado con nadie fuera de estas cuatro paredes más allá de las videollamadas de rigor y de los aplausos que cada día suenan más desganados. Por no hacer no he bajado ni la basura, así que ahora mismo me planteo si merece la pena ponerme las zapatillas, el chubasquero y lanzarme a la calle en dirección a los contenedores de reciclaje. Si fuera una reportera intrépida lo haría, cualquier cosa por conseguir una noticia, pero resulta que esto es un diario personal un tanto absurdo, lo que hace que no requiera documentación. Es un alivio, porque estoy muy a gusto en mi sofá y lo de cargarme de botellas y tetra bricks no me apetece nada.

En vez de eso pienso que podría contar que hoy hemos hecho barbacoa, pero las barbacoas ajenas en época de confinamiento se parecen demasiado a querer dar envidia. Dios me libre de generar malestar en unos ánimos ya mermados por la situación. Que he limpiado el balcón, pero ahora todos somos unos fanáticos de la limpieza, así que no es nada original. O que han pasado dos coches de loscuerposyfuerzasdeseguridaddelestado —así, todo junto y sin respirar — bajo mi ventana a la hora del aplauso y, qué queréis que os diga, a mí ver a la policía siempre me hace sentir como si hubiera cometido un delito, aunque de lo único que se me pueda acusar ahora mismo es de llevar dos días con la misma ropa. Así que habrá que asumir lo que, tarde o temprano, iba a ocurrir: no tengo nada que decir. Mañana ya contaré algo. O no.

#cuarentena #covid-19

Día 26. Un cuadro de Friedrich

Hoy luce el sol, y para celebrarlo, me tumbo un rato en el césped. Me gustaría tener en la mano un mojito, pero en su lugar tengo un pavo de plástico. Sí, un pavo, de los que se comen en Acción de Gracias. Pertenece a un kit de animales de granja: está la vaca, el caballo, las gallinas, el pavo, y un pequeño abrevadero en el que J2 está ahogando a los animales, uno tras otro. También hay unas palmeras, por lo que es un kit que mezcla lo mejor de las granjas del Sahara y de Wisconsin.

El juego no requiere de mucha concentración, así que voy repasando los tejados vecinos. Las terrazas están vacías, claramente no vivo en un barrio de instagramers. Por el contrario, son personas a las que no les gusta demasiado el sol. Voy repasando las terrazas con más posibilidades: ese terrado, vacío. El balcón de enfrente, cerrado a cal y canto. Aquella terraza de la esquina, ni un alma. De repente, me detengo. Me quedo mirando un punto y hasta me pongo de pie, acto en el que casi chafo al gallo. Hay dos personas en un tejado cercano. No en una terraza, sino directamente sobre el tejado. Uno de ellos está en cuclillas. El otro, de pie y dándome la espalda, parece el cuadro de Friedrich en el que un hombre mira el mar, versión camiseta de algodón.

Me giro para decírselo a J1, que me responde, aburrido:

— Sí, están en el tejado. No es la primera vez. —Y, mirándome por fin. —¿Un vermut?

Ahí dejo lo que estoy haciendo y voy a por él. La cuarentena me habrá quitado la capacidad de sorpresa, pero no las ganas de beber.

#cuarentena #covid-19

9 de abril 2020

Pero mira que te pones tonto, Manolo. Te juro que he ido solo al supermercado. ¿A dónde más voy a ir, si está todo cerrado? Hasta he ido por el camino corto, que a mí las calles vacías no me gustan. No, no he comprado nada más, solo lo que ves: cuatro plátanos, una cebolla, tres tristes manzanas y un pimiento. ¿Que cómo he tardado tanto? Cómo se nota que tú no has tenido que manejar una de esas bolsas de plástico con guantes. Empiezas a frotar, como si intentases hacer fuego con un palito, durante diez minutos, hasta que la puñetera bolsa decide abrirse. Es más fácil que esas bolsas empiecen a arder a que se abran. Yo no vuelvo más, que parezco lela. Hale, me voy a lavar las manos. 

Día 25. Spam

Todos los días me llegan emails de Ikea. Me recuerdan lo importante que es estar a gusto en casa, me mandan el link a unos cuentos para niños que nunca abro y al final, como quien no quiere la cosa, me recomiendan una serie de productos: un organizador de cables, una colcha o un nuevo armario. Montar muebles de Ikea no entra ahora en mis prioridades, así que se va directo a la papelera.

Recibo correos de academias online, para los cuales la palabra confinamiento debe de ser sinónimo de tiempo libre infinito. De supermercados que me recuerdan que tienen sistema de compra online. De un centro de masaje al que fui hace tres años y que me da trucos para aliviar el estrés. De Linkedin, que me anima a que mejore mi perfil porque “están buscando personas como tú” aunque lo último que me hubiera imaginado ahora mismo es a alguien de recursos humanos buscando frenéticamente gente a la que contratar.

Pero mis favoritos son los correos electrónicos de ropa. Conjuntos de ropa interior para noches especiales, vestidos primaverales y bonitos trajes de fiesta. Aún no ha llegado el correo que se titule “la mejor ropa para ir de la cama al sofá y del sofá a la cama”. Una lástima.

*El diario de hoy también viene con bonus track. Probablemente, una obviedad, pero en mi cabeza la palabra spam estará siempre ligada a los Monty Python.

#cuarentena #covid-19

Día 24. Muerte y destrucción

Espero en la cola con impaciencia. La abuela que está pagando lleva más de cinco minutos, pero no me extraña. Tiene que obedecer un montón de órdenes tipo deje el carro allí, ahora cójalo, no se detenga en este lado de la cinta, deme la tarjeta por este hueco, y un largo etcétera. Yo me distraigo mirando a la cajera y su equipo de protección. Está separada del público por un blindaje que ríete del cristal acorazado del banco de Inglaterra. Detrás de ese cristal lleva máscara de soldador y, debajo, mascarilla. Hay laboratorios con viruela en los que se trabaja más alegremente que en este Eroski.

El caso es que yo ya estoy enfadada, porque no hay cosa más ridícula que intentar abrir una bolsa de la verdulería con los guantes puestos, así que cuando, por fin, es mi turno, no estoy para muchas bromas. Por supuesto, yo también me pongo en el sitio erróneo de la cinta, como no podía ser de otra manera, y parece que me acerco demasiado al cristal. El momento crítico llega cuando pongo mi propia bolsa, la misma que he usado para comprar, encima de la cinta para guardar los productos:

— No puedes poner tu bolsa allí —me recrimina Robocop. —Has podido dejarla en el suelo y que esté contaminada. Por lo tanto, ahora estás contaminando mi cinta, a mí y a todos los productos que vengan detrás.

La miro fijamente. Un segundo, dos segundos. Me gustaría decirle que, para contaminarla a ella, tendría que escupir con tanta fuerza como para perforar el blindaje, unas gafas de soldar y una mascarilla. O debería poder hacerlo con una trayectoria a lo Oliver y Benji, de esas en las que el balón cambia tres y cuatro veces de dirección con un único toque. En cualquiera de los dos casos, sería algo digno de ver. Por supuesto, no digo nada. En su lugar cojo mi bolsa radioactiva y dejo un rastro de muerte y destrucción a mis espaldas. El virus acabará, pero la ignorancia… Ay, la ignorancia. Eso no desaparecerá nunca.

#cuarentena #covid-19

Día 23. Oda a las cosas grandes

Yo mañana debería haber cogido un vuelo, pienso por la mañana, y esa idea me ronda la cabeza todo el día. Pienso en lo que hubiera estado haciendo si el coronavirus se hubiera quedado en China: el equipaje que debería preparar, el segundo repaso a la maleta para sacar toda esa ropa que no me voy a poner, el engorro de rellenar los botes pequeños del neceser de mano, comprobar por enésima vez la dirección del apartamento en Google Maps… Son las pequeñas incomodidades del viaje, pero ahora las imagino con cariño, aunque todos sabemos que eso solo ocurre porque no las estoy haciendo en realidad. La memoria es así de puñetera.

Todo el mundo habla de lo que echa de menos dar un paseo por el barrio, ir a un parque o dar un abrazo. Las redes están llenas de odas a las cosas pequeñas, pero nadie habla de las cosas grandes. ¿Dónde quedó la añoranza de visitar una de las maravillas del mundo? ¿La morriña por no poder coger un avión en un vuelo transcontinental? ¿El placer de ir a una tienda y cargarte de bolsas como en Pretty Woman? Todos hablan de echar una caña en un bar cutre, de esos con palillos y servilletas en el suelo, y nadie de tomarse un buen arroz con bogavante. Las cañas no están mal, pero el bogavante… Eso es otra cosa.

Y sí, tal vez el vuelo, las pirámides o las sombrereras a lo Julia Roberts no sean grandes cosas. Pero nadie me negará que son cosas grandes.

#cuarentena #covid-19

A %d blogueros les gusta esto: