Traducción simultánea

Todo grupo de amigos próximos a la cuarentena alquilan, tarde o temprano, una casa rural en la que pasar el fin de semana. Por el precio que cuesta un hostal decente te haces con una casa de pueblo de techos altos, vigas de madera y muebles rústicos. Aunque, a diferencia del hostal, aquí hay que hacer la lista de la compra, cocinar y dejarlo todo limpio cuando terminas. 

La casa de este fin de semana estaba en un pequeño pueblo que me hubiera permitido ocultarme fácilmente de mis enemigos, en caso de tenerlos. El pueblo tenía un acceso desde la carretera secundaria casi inexistente, una calle mayor que se estrechaba hasta el punto de tener que plegar los retrovisores del coche y una wifi que brillaba por su ausencia. Sí, soy como Sandra Bullock en esa escena de La Red en la que, en la playa, se lamenta por no tener internet. Soy como Sandra Bullock pero veinticinco años más tarde y en un pueblo de Lleida. 

Llevaba todo el sábado metida en casa – para eso se va a las casas rurales, para amortizarlas – cuando decidí salir a dar una vuelta. El pueblo estaba en silencio y hacía frío, y por un rato olvidé mis reticencias y disfruté de las fachadas de piedra, las ventanas llenas de flores y los gatos que se cruzaban en mi camino, perezosos. No estaba tan mal. Había visto un par de carteles anunciando varias casas rurales en el último desvío y pensé que era una buena manera de darle una segunda vida a unas viviendas que, de otro modo, se echarían a perder. 

En ese momento me encontré con una señora que, sentada en el poyo de su casa, daba de comer a los gatos. Sintiéndome pletórica, me lancé:

– Bona tarda, – saludé, haciendo gala de mi don de lenguas.

La señora me miró de arriba a abajo y murmuró algo entre dientes que no entendí, por lo que procedí a responder con una sonrisa y a seguir mi camino.

Era una lástima no haber podido entenderla, pensé. Me podría haber contado cosas del pueblo, de su gente. En esas estaba cuando, dos casas más allá, encontré un cartel colgado en la fachada. “Bando municipal” decía el encabezamiento. Lo leí, primero en diagonal y, la segunda vez, con atención. Al parecer, los vecinos estaban cansados de las casas rurales y pedían, por favor, que no se les molestase.

No hay nada como una buena traducción simultánea. 

En la foto, el gato aburrido de los turistas rurales.

La peor opción

Montados en la moto que acabábamos de alquilar recorrimos la estrecha carretera contemplando templos, pueblos y niños volando cometas – sí, así de idílico era el paisaje – hasta que los arrozales de Tegalalang aparecieron frente a nosotros. Impresionados, aparcamos la moto, nos quitamos los cascos y emprendimos el descenso hacia las terrazas.

Los turistas como nosotros se agolpaban en las escaleras, los caminos y las pasarelas. El ambiente era agobiante, así que pronto escuché esa voz que te susurra al oído que tú eres un viajero diferente, superior a todos esos que sólo buscan la mejor instantánea para Instagram. Así que cambiamos el rumbo y nos dedicamos a recorrer los caminos menos transitados, aquellos que nos iban alejando, poco a poco, del gentío, y nos introducían, cada vez más, en un paisaje de colinas y surcos de agua casi hipnóticos.

Anduvimos durante una hora disfrutando de nuestra recién ganada tranquilidad. Pasado ese tiempo, decidimos parar. El paisaje era espectacular pero monótono, el sol pegaba con fuerza y estábamos empapados en sudor. Nos habíamos detenido frente a una de esas pequeñas casas de piedra que los balineses colocan sobre el agua, mezcla de hito y de ofrenda. Ya hemos visto suficiente, coincidimos, y decidimos emprender el regreso.

Tras quince minutos caminando, nos topamos, de nuevo, con el mismo hito. Los caminos nos llevaban hasta el punto de partida, y no éramos capaces de encontrar la salida. Durante unos minutos cundió el pánico: no había nadie a quien preguntar y no éramos capaces de orientarnos entre terrazas y colinas idénticas. Empezamos a andar de nuevo, esta vez en silencio, concentrados, tratando de hacer memoria en cada curva. Mientras, yo imaginaba cómo sería perderse en los arrozales. Cómo me sentiría al ver a los turistas hacerse fotos unas terrazas más allá, mientras la noche se ponía y yo era incapaz de llegar hasta ellos.

Por fin, tras recorrer varios senderos que no llevaban a ninguna parte, logramos encontrar la salida. Abandonamos Tegalalang con la cabeza gacha, agotados y sin mirar atrás. Tú estabas tan empapado que te compraste una camiseta en uno de los puestos para turistas. Quiero la camiseta más fea que tengas, pediste a la vendedora, y ella rió mucho ante la ocurrencia. Yo también reí, y pensé que era una metáfora perfecta de lo que nos había ocurrido: dar vueltas sin sentido durante horas para, al final, quedarnos con la peor opción.

Compraste una camiseta con un enorme logo de Bintang. Ciertamente, no había otra más fea.

En la foto, una pareja haciéndose un selfie al fondo, ignorando mis gritos de auxilio.

Un paseo por la Quinta Avenida

Cuando mis padres vinieron a visitarme a Nueva York, preparé un programa digno de la mejor guía turística. En él estaban representados, en un equilibrio casi perfecto, los must de la ciudad junto a otros lugares no tan conocidos que conformaban mi NYC particular. La lista era tan larga y el tiempo tan limitado, que fue todo un reto.

Era la primera noche del viaje cuando, contentos pero cansados, volvíamos paseando al apartamento. Habíamos dado un pequeño rodeo para regresar por la Quinta Avenida. Era el único momento del día en el que me gustaba pasear por ahí, cuando las hordas de turistas ya habían desaparecido, el tráfico se había visto reducido a su mínima expresión y el espectáculo de luces provenientes de las tiendas de lujo lucía en todo su esplendor. Así, nos detuvimos en el gigantesco escaparate de Gucci, situado en los bajos de la Trump Tower. Dos maniquíes se erguían, solitarios, en el centro de un local enorme. Habíamos hablado sobre ello durante unos minutos: de lo suntuoso del lugar, del concepto del lujo y de cómo la ropa cobraba otra dimensión, convirtiéndose en arte. También hicimos otros comentarios más mundanos, como a cuánto tenías que vender cada prenda para que un local de esas características te saliera rentable o con qué productos había que limpiar para que todo luciera tan brillante.

En esas estábamos, extasiados, cuando un elemento atrajo nuestra atención. Desde el fondo de la tienda, en dirección al escaparate, algo se aproximaba. Lento pero implacable. Destacando sobre el suelo de mármol blanco, e iluminada bajo los focos, una cucaracha había llegado hasta el cristal. Allí se había detenido, a apenas un metro de nosotros, dejándonos que la contempláramos en silencio. Unos segundos después se había dado la vuelta, regresando al lugar del que había salido.

Probablemente, ésta sea una estupenda metáfora de la vida. Para mí, ilustra, sobre todo, una cosa: Nueva York, bajo las luces, está atestada de cucarachas.

En la foto, yo fingiendo que no he visto nada.

El orgullo

El otro día me caí de la bici.

Sí, tal vez debería haber guardado esta información para más adelante. Podría haber jugado al despiste para, en el clímax, terminar el post con una caída. El caso es que ya he desvelado el secreto y no lo lamento. Como mucho, puedo arrepentirme de haber cogido la bicicleta lloviendo en vez de un autobús, como hace la gente de bien. O de no haber frenado lo suficiente al subirme a la acera para aparcar. O de haber frenado demasiado, lo que propició que mi rueda trasera derrapara y me estampara contra el suelo.

Mi historia comienza en el momento exacto en el que la bicicleta se inclina demasiado y doy con mi costado izquierdo en el suelo. El chaquetón amortiguó en parte el golpe, nadie me negará que las caídas invernales son mejores que las veraniegas, pero no evitó que sintiera un dolor punzante en la cadera y en el codo. Me levanté, confundida, pues toda caída en la edad adulta tiene su punto de sorpresa, y levanté como pude la bicicleta del suelo que, de repente, pesaba un quintal.

– ¿Estás bien?

Un señor corría hacia mí a toda velocidad, agitando mucho los brazos. Mi caída ha debido ser de lo más aparatosa, había pensado.

– Todo bien, gracias. Parece que se ha quedado en un susto.

– ¿Seguro que no te has roto nada?

– Nada de nada, tranquilo. No se preocupe.

Yo, que soy de poco hablar, y más con desconocidos, le había sonreído. Dando por zanjada la conversación había empezado a caminar empujando la bici, dispuesta a cubrir la veintena de metros que me separaban de la parada. El hombre había expresado su alegría y regresado por donde había venido, pero había otro espectador, una chica joven con un perro, que no se movía. La había mirado, dispuesta a dedicarle, también, mi mejor sonrisa:

– El golpe duele, – había dicho, por fin, arrastrando las letras. – Pero lo que más duele, es el orgullo.

Había dado un tirón a la correa y se había dado la vuelta, considerando que ya había hecho su trabajo.

Tenía razón. Eso sí que dolía.

En la foto, lo último que vi antes de quedarme sola.

Si quiere saber algo, pregunte

Me avisa wordpress de que hace 2 años que registré este blog. En ese momento acababa de leer la tesis y luchaba a contrarreloj con la aplicación de la ANECA (los que sabéis de qué hablo entenderéis a qué me refiero. Los que no, consideraros afortunados por no saberlo). En aquellos días, mientras trataba de reunir los últimos certificados en un tiempo récord, mi cabeza estaba en un vuelo a Nueva York que salía en apenas una semana. No era una época fácil, ya que…

Un momento, un momento. ¿Qué hago contando aquí mis intimidades? Yo, que siempre trato de pasar desapercibida, ¿cómo es que casi aireo mis problemas a los cuatro vientos? He estado a punto de convertirme en la chica que hoy, a la hora de comer, le contaba a una amiga en una mesa próxima a voz en grito que un chico había intentado besarla este fin de semana. Al parecer, el chico se arrimaba a ella cantándole una canción de moda y en vez de conquistarla, lo único que había conseguido era tirarle la cerveza por los pantalones. O, peor todavía, casi soy como aquel hombre del AVE del otro día, que explicaba a su interlocutor al otro lado de la línea y, en consecuencia, a todo el vagón, que había dejado las pastillas pero que seguía sintiéndose raro, razón por la que había guardado todas sus pertenencias en una maleta y se iba dos meses a casa de sus padres. Probablemente esa intimidad que he estado a punto de mostrar es la misma que tratan de descubrir mis vecinas, tres señoras en bata de boatiné, cada una de ellas ubicada estratégicamente en un balcón del bloque de enfrente. Tres señoras a las que puedo ver lanzar miradas de desaprobación mientras fingen recolocar las cortinas o regar las macetas cuando me repantingo con un libro en la terraza.

Intentemos, por tanto, no desvelar secretos. No, al menos, de forma gratuita. Al final, si quiere saber algo, lo mejor es preguntar. No nos quedemos con la duda. Y si no, que se lo digan al hombre que me detuvo el otro día en medio del mercado para preguntarme si iba a ser capaz de comerme el chuletón que acababa de comprar. Gracias a mi respuesta clara y concisa, y a mi mirada expresiva, este hombre encantador vio resueltas todas sus dudas.

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En la foto, mis vecinas arregladas para ir a misa dando el último parte.

El secreto

La otra noche, a la hora de los postres, una amiga contó cómo había descubierto el secreto. Todas recordábamos ese momento con claridad. Algunas historias eran realmente divertidas, como aquel padre que, ante la pregunta desesperada de su hija, había respondido, «pues claro, niña» con resignación y casi con alivio, sin tratar de disimular. Otro padre, ante la misma pregunta, lo había negado todo tranquilizando a mi amiga, que no había podido evitar quedarse con la mosca detrás de la oreja. Por último, una madre más pragmática le había explicado la verdad a su hija, pero le había pedido que no dijera nada a nadie, explicándole el porqué de mantener el secreto.

Había habido traidores de todo tipo: primos, hermanos mayores, compañeros de clase. Una de nosotras había reconocido haber sido una de esas traidoras, lo que le había merecido una mirada de reproche por parte del resto.

Yo también recuerdo ese día. Una niña de otra clase se me había acercado cuando salíamos al recreo. La niña no se había andado con tonterías: «Tú sabes que los Reyes son los padres, ¿verdad?» me había espetado, y yo había respondido «pues claro» sin alterar la cara de poker que siempre me acompaña para disimular mi ignorancia.

Satisfecha con mi respuesta, se había girado y se había acercado a otra niño, dispuesta a seguir revelando el secreto, mientras yo clavaba en su espalda una mirada de odio.

Espero que haya recibido su merecido.

 

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                      En la foto, tres Reyes Magos de los de verdad.

La ilusión de los objetos comunes

Una mañana al final de las navidades, en uno de esos días en los que no eres capaz de recordar qué día de la semana es o por qué sigues de vacaciones, me encontraba fregando los platos en la cocina de mi hermana.

Lo hacía pensando en todo y en nada. En la vuelta al trabajo. En los amigos que todavía nos quedaban por ver. En las cosas que tendría que hacer en casa a mi regreso, después de más de dos semanas yendo de un sitio para otro. El agua se había calentado demasiado, y había cerrado el grifo antes de escaldarme. Había sacudido el plato que tenía entre las manos y había observado cómo caían las gotas en el fregadero. Devolví el estropajo a su lugar y, para terminar, me giré para dejarlo en el escurreplatos.

Por primera vez me di cuenta de que había visto ese escurreplatos antes. En otro lugar, yo ya había utilizado esas dos rejillas metálicas. El escurreplatos de la cocina de mi hermana era el mismo que había en mi apartamento de Nueva York: doble, con finas patas y de más de dos palmos de largo. Un objeto de Ikea.

La idea me hizo sonreír. Recordé aquellas mañanas en las que fregaba los cacharros del desayuno, con el ruido de la obra de la línea Q bajo la ventana. Protegida del calor en esa pequeña habitación de suelos inclinados y techos desconchados desde la que podía otear el Upper East con sólo asomarme a la ventana. Un momento después, la idea se volvió inquietante. Pensé en todas las veces que me había sentado en el mismo sofá en distintas casas. Que había abierto el cajón de la cómoda blanca, unas veces lleno de juguetes. Otras, de ropa interior. Cuántas veces el enorme lienzo con el rostro de Audrey me había saludado al entrar en una casa ajena, o me había topado con esa planta de plástico dentro de un cubremacetas metálico. Pensé en los cojines, las mesitas bajas, los felpudos, las tablas de cortar. En las lámparas, las sartenes, los juegos de cama y las estanterías. Recorrí mentalmente todas esas casas iguales que jugaban a componer microcosmos diferentes con los mismos objetos. O, tal vez, ni siquiera lo intentaban, contentos con formar parte del libro más vendido del mundo.

Los gatos de Murakami

Había, cuando me mudé, dos gatos que vivían en el patio de manzanas. Ambos eran blancos con manchas negras. Uno un poco más grande, más pesado. El otro, juguetón y ágil. Son madre e hijo, pensaba, cuando los veía desde la ventana de la cocina, mientras fregaba los platos en la pica. ¿Cómo habrán llegado hasta aquí? Me preguntaba cuando tendía la colada y ellos se colocaban bajo la galería, unos pisos más abajo, maullando y mirándome fijamente, tratando de camelarme para que les lanzase algo de comida.

Un buen día, hace un año, más o menos, los gatos desaparecieron. Durante semanas esperé verlos aparecer en cualquier momento, saltando de terraza en terraza. O creí verlos ocultos bajo algún saliente, protegiéndose del sol, donde podrían haberse encontrado todo el tiempo sin
que yo me hubiese dado cuenta. De vez en cuando, fantaseábamos sobre lo que podía haberles ocurrido. ¿Habrían encontrado alguna forma de escapar? ¿Se los habría llevado alguien? ¿O tal vez tenían dueño y éste se había mudado, llevándoselos con él?

Ahora suelo mirar hacia el patio, en dirección a las paredes blancas y a las ventanas con ropa tendida. Recuerdo aquellos gatos que nunca volvieron y me entretengo pensando que, si fuera Murakami, esos gatos serían suficientes para escribir una novela.

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Vivir a la velocidad de la luz

A base de estar sola en una ciudad nueva, en otro huso horario y sin nada que hacer salvo trabajar, he aprendido a ocupar el tiempo de las formas más peregrinas. Para empezar hago todo más despacio, como si me hubiesen ralentizado. Me entretengo en las tareas más absurdas, como recoger los pelos de la bañera o perseguir, una a una, a las hormigas que campan a sus anchas en el fregadero. Y, por supuesto, paso horas en internet u observando la pantalla del móvil como quien dirige la mirada hacia el infinito pues, en la mayoría de las ocasiones, soy incapaz de recordar qué estaba haciendo segundos después.

Es ésta, sin embargo, una quietud sólo aparente. Hace un rato buscaba una nueva foto para mi perfil, actividad con la que he rellenado el tiempo entre la cena y el final del ciclo de la secadora. Deslizaba el dedo por la pantalla cuando he empezado a encontrar fotografías que ni siquiera recordaba haber hecho. Allí había fotos de tulipanes, de casas al atardecer y de caminos que se perdían entre los árboles. En algún momento había fotografiado el océano y una gran cocina americana. Había autopistas, vistas panorámicas y salas de museo. Si retrocedía un poco más en el tiempo, la cosa empeoraba. Había idas y venidas, el mar y un pueblo del interior. Estaban las montañas, había carreras y un corto vídeo en el que se veía nevar tras la ventana.

Hay en mi teléfono más recuerdos de los que soy capaz de asimilar. Pensé en mis primeros paseos por Baltimore, por sus zonas residenciales cuando se empieza a poner el sol y todo – las casas, los árboles, los jardines, las ardillas y los conejos – se tiñe de una luz dorada. Me acordé del fin de semana en Newburyport, del sandwich de cangrejo en la playa y de la casa de Ramón y Lisa. Recordé, casi de repente, que hubo un día en que corrí por el mall de Washington y recorrí las salas de los Smithsonian. Pero también me vino a la mente Zaragoza, la playa de Segur, Albarracín y Jaca y todos los kilómetros recorridos.

Puede que vivir a la velocidad de la luz no sea lo más recomendable pero, con un poco de suerte, algún día seré capaz de procesarlo todo. Con suerte y la ayuda del teléfono móvil.

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El miedo

Si había muchos pacientes terminábamos la consulta cuando ya se había hecho de noche. Vivíamos a sólo una cuadra del consultorio de Santa Anita, pero si había anochecido recorría esa distancia corriendo. Me detenía ante la verja con las llaves en la mano, y miraba alrededor mientras abría y cerraba a mis espadas todo lo rápido que era capaz. Nunca pasó nada. Tal vez, por muchas veces que hubiera hecho ese camino, nunca hubiera sucedido nada. Pero el miedo estaba allí, una amenaza que no puedes ver. Una mano que te aprieta la boca del estómago.

En la cárcel de Trinidad luchaba para que el miedo no saliera al exterior. Para que mi gesto permaneciera impasible, para que no se notase que me temblaban las manos, que sólo quería salir de allí. Los minutos que el guardia tardaba en abrir la puerta parecían horas. Apoyados junto a la reja los locos, los desahuciados, te hablaban. Unos sonreían con bocas desdentadas, hombres en los que era imposible calcular la edad. Otros tenían la mirada perdida. Yo trataba de pasar desapercibida, no enfadar a ninguno. Simulaba estar cómoda mientras invocaba mentalmente al guardia, ven ya, por qué cojones tardas tanto. El miedo es la certeza de que todo puede torcerse en cualquier instante.

Baltimore no es Santa Anita, ni el Agustino, ni mucho menos las cárceles bolivianas. Aún así, en cada esquina hay un hombre que grita, tirado en el suelo como si nunca se fuese a mover. En cada manzana te cruzas con alguien que camina a duras penas, con la mirada perdida. En cada rincón de la ciudad hay una mano dispuesta a apretarte, poco a poco, la boca del estómago.

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