La mejor ciudad de América

La ventana del despacho de Carol daba a la calle. Una ventana al exterior era un bien muy preciado en la Hopkins. Mientras que aquellos que habían conseguido labrarse un nombre disfrutaban de amplios despachos con enormes ventanales, el resto de los mortales trabajábamos en pequeños cubículos, separados por paneles a media altura por los que cualquiera podía asomar la cabeza. Durante horas iluminaba mi trabajo con un pequeño fluorescente que pendía sobre mi cabeza, por lo que las visitas al despacho de Carol siempre me hacían cerrar los ojos, cegada durante unos instantes por la luz que entraba por la ventana.

Siempre que tenía ocasión me gustaba asomarme a la calle, ávida por descubrir qué había más allá de mi agujero. Mi edificio era el último del campus y conformaba una frontera invisible a partir de la cual la ciudad volvía a recobrar su aspecto habitual – sobre Baltimore hablé en su momento aquí y aquí. – En la acera de enfrente, sucia y de edificios desvencijados, había dos restaurantes de comida rápida y una óptica que nunca vi abierta. Había también una parada cuyo autobús no llegaba nunca y un banco de madera.

El banco siempre estaba ocupado. Casi siempre había una persona solitaria, hablando por teléfono. En la mayoría de las ocasiones, esa persona era negra. Sin embargo, todos esos detalles quedaban en un segundo plano. Lo que atraía siempre mi atención era el eslogan que exhibía el banco grabado sobre la madera: «Baltimore. La mejor ciudad de América».

Cada vez que leía esas palabras no podía evitar sonreír para mis adentros. Si se trataba de propaganda era ridícula, como si el simple hecho de apoyar el culo sobre un banco fuera a transformar la realidad. Como mentira, me parecía demasiado burda, casi ofensiva. La opción de que alguien creyera realmente en ello quedaba descartada en una de las ciudades con mayor criminalidad de Estados Unidos.

En aquel momento le di muchas vueltas al motivo por el que alguien querría decirle a la gente de Baltimore, en cada uno de sus bancos, que estaban en la mejor ciudad de América. No encontré respuesta. Pero, por aquel entonces, todavía no sabíamos nada de la posverdad.

En la foto, mi banco favorito un día cualquiera.

Traducción simultánea

Todo grupo de amigos próximos a la cuarentena alquilan, tarde o temprano, una casa rural en la que pasar el fin de semana. Por el precio que cuesta un hostal decente te haces con una casa de pueblo de techos altos, vigas de madera y muebles rústicos. Aunque, a diferencia del hostal, aquí hay que hacer la lista de la compra, cocinar y dejarlo todo limpio cuando terminas. 

La casa de este fin de semana estaba en un pequeño pueblo que me hubiera permitido ocultarme fácilmente de mis enemigos, en caso de tenerlos. El pueblo tenía un acceso desde la carretera secundaria casi inexistente, una calle mayor que se estrechaba hasta el punto de tener que plegar los retrovisores del coche y una wifi que brillaba por su ausencia. Sí, soy como Sandra Bullock en esa escena de La Red en la que, en la playa, se lamenta por no tener internet. Soy como Sandra Bullock pero veinticinco años más tarde y en un pueblo de Lleida. 

Llevaba todo el sábado metida en casa – para eso se va a las casas rurales, para amortizarlas – cuando decidí salir a dar una vuelta. El pueblo estaba en silencio y hacía frío, y por un rato olvidé mis reticencias y disfruté de las fachadas de piedra, las ventanas llenas de flores y los gatos que se cruzaban en mi camino, perezosos. No estaba tan mal. Había visto un par de carteles anunciando varias casas rurales en el último desvío y pensé que era una buena manera de darle una segunda vida a unas viviendas que, de otro modo, se echarían a perder. 

En ese momento me encontré con una señora que, sentada en el poyo de su casa, daba de comer a los gatos. Sintiéndome pletórica, me lancé:

– Bona tarda, – saludé, haciendo gala de mi don de lenguas.

La señora me miró de arriba a abajo y murmuró algo entre dientes que no entendí, por lo que procedí a responder con una sonrisa y a seguir mi camino.

Era una lástima no haber podido entenderla, pensé. Me podría haber contado cosas del pueblo, de su gente. En esas estaba cuando, dos casas más allá, encontré un cartel colgado en la fachada. “Bando municipal” decía el encabezamiento. Lo leí, primero en diagonal y, la segunda vez, con atención. Al parecer, los vecinos estaban cansados de las casas rurales y pedían, por favor, que no se les molestase.

No hay nada como una buena traducción simultánea. 

En la foto, el gato aburrido de los turistas rurales.

La ilusión de los objetos comunes

Una mañana al final de las navidades, en uno de esos días en los que no eres capaz de recordar qué día de la semana es o por qué sigues de vacaciones, me encontraba fregando los platos en la cocina de mi hermana.

Lo hacía pensando en todo y en nada. En la vuelta al trabajo. En los amigos que todavía nos quedaban por ver. En las cosas que tendría que hacer en casa a mi regreso, después de más de dos semanas yendo de un sitio para otro. El agua se había calentado demasiado, y había cerrado el grifo antes de escaldarme. Había sacudido el plato que tenía entre las manos y había observado cómo caían las gotas en el fregadero. Devolví el estropajo a su lugar y, para terminar, me giré para dejarlo en el escurreplatos.

Por primera vez me di cuenta de que había visto ese escurreplatos antes. En otro lugar, yo ya había utilizado esas dos rejillas metálicas. El escurreplatos de la cocina de mi hermana era el mismo que había en mi apartamento de Nueva York: doble, con finas patas y de más de dos palmos de largo. Un objeto de Ikea.

La idea me hizo sonreír. Recordé aquellas mañanas en las que fregaba los cacharros del desayuno, con el ruido de la obra de la línea Q bajo la ventana. Protegida del calor en esa pequeña habitación de suelos inclinados y techos desconchados desde la que podía otear el Upper East con sólo asomarme a la ventana. Un momento después, la idea se volvió inquietante. Pensé en todas las veces que me había sentado en el mismo sofá en distintas casas. Que había abierto el cajón de la cómoda blanca, unas veces lleno de juguetes. Otras, de ropa interior. Cuántas veces el enorme lienzo con el rostro de Audrey me había saludado al entrar en una casa ajena, o me había topado con esa planta de plástico dentro de un cubremacetas metálico. Pensé en los cojines, las mesitas bajas, los felpudos, las tablas de cortar. En las lámparas, las sartenes, los juegos de cama y las estanterías. Recorrí mentalmente todas esas casas iguales que jugaban a componer microcosmos diferentes con los mismos objetos. O, tal vez, ni siquiera lo intentaban, contentos con formar parte del libro más vendido del mundo.

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