Un viejo conocido

Desde el lunes había estado mirando la previsión para el fin de semana. Anunciaban lluvias pero yo actualizaba la aplicación como si en cualquier momento fuera a aparecer en la pantalla un enorme sol amarillo. No fue así. El sábado había llovido sin parar y cuando desperté el domingo, me encontré con que el panorama seguía siendo el mismo.

Cuando falla la excursión por el monte, el picnic en la playa, o el paseo por los muelles, queda la visita al museo. Había elegido el Museo de Arte de la Hopkins por una razón tan peregrina como que su cafetería era uno de los sitios recomendados para hacer el brunch. Sí, el brunch, esa comida temprana a base de huevos benedict, rancheros o cualquier otra modalidad de huevos, acompañados de una mimosa o cóctel similar. Nada que no cambiaría gustosa por unos boquerones, unas patatas bravas y un vermut. Sí, estoy en una fase de exaltación de la comida española y la americana no lo pone muy difícil.

Llegamos al museo quince minutos antes de la hora de la comida: demasiado pronto para esperar a que nos sentaran y demasiado tarde para empezar la visita. Localizamos el restaurante, atestado de mesas de blancos, mesas de negros y un par de excepcionales mesas interraciales, y descubrimos que  estaba situado junto a un pequeño jardín de esculturas. Aprovechando que la lluvia había dado una tregua, decidimos ocupar esos minutos con su visita.

Salimos y allí estaba. Nunca hubiera imaginado que encontraría a un viejo conocido en un museo en Baltimore. El Profeta estaba en un esquina del jardín, al amparo del muro. Parecía levantar la mano para saludarme en un gesto muy de la tierra. Qué haces por aquí, intentaba decirme, y yo estaba igual de sorprendida que él. Cómo has llegado hasta aquí, qué alegría haberte encontrado.

No pedí huevos benedict. Pero la mimosa… Ay, la mimosa no me la quita nadie.

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Al otro lado

Escucho el sonido de un teclado al otro lado de la pared del cubículo. No sé de quién se trata. Después de tres semanas trabajando en el sótano, por fin me han encontrado un sitio en la segunda planta, donde está la gente de mi departamento. En mi anterior ubicación sólo había una persona en diez metros a la redonda. Era una mujer que hablaba por teléfono y me lanzaba miradas extrañas cuando encendía la luz. Un día le pregunté si tenía algún problema, a lo que me respondió con un bueno, puedes encenderlas si crees que las necesitas. Considerando que estábamos en el sótano, es posible que tuviera algún súper poder.

El sótano era un espacio vacío, de despachos supuestamente ocupados pero donde no se veía un alma. Un día en la cocina, al girarme tras dejar algo en la nevera, me topé con una asiática de pelo largo y lacio, vestido de volantes y medias blancas, lo que me hizo dar un bote como si me hubiese topado con la niña de The Ring. Cuando me repuse, algo avergonzada, y la saludé, ella no dejó de mirar al vacío como si fuese el único habitante de una dimensión desconocida.

Creo que aquí estaré mejor: hay luz, movimiento y gente a mi alrededor. Pienso en esto mientras caliento la comida, cuando un chico irrumpe en el office. Con decisión deja una botella de Coca Cola sobre la encimera. «Coca-Cola para la comida»explica, y se marcha. Me quedo con el hola en la boca, sin llegar a pronunciarlo. En la botella pone «compártelo con tus amigos». Creo que bajaré a buscar a la asiática.

Recordar en cuatro pasos

Encontramos un pequeño restaurante en Lisboa, cerca del Elevador de Santa Justa. El local era destartalado y parecía una trampa para turistas, pero yo me moría de ganas de comer un arroz caldoso, así que decidimos entrar. Un anciano sirvió el vino y su mujer dejó sobre la mesa una cazuela rebosante. Volvería una y mil veces a las decadentes, a las hermosas calles de Lisboa, para comer ese arroz.

Buscábamos un restaurante en French Concession, Shanghai, cuando empezó a llover. Aligeramos el paso y llegamos hasta un callejón estrecho. Para entonces la lluvia se había convertido en diluvio, el lugar era sórdido y no había nadie, y aunque pensé en marcharme la lluvia me disuadió. Empujamos una puerta oscura y nos encontramos en el centro de un local diminuto y acogedor. La sopa de anguila era la especialidad de la casa, y recuerdo haberla saboreado mientras la lluvia resonaba en el callejón.

César nos llevó a un restaurante con aspecto de local de playa, pero desde el que todavía no se veía el océano. El local estaba vacío y tenía manteles de papel, pero nos aseguró que estábamos a punto de probar el mejor ceviche de Lima. No sé si lo era, porque para mí fue el primero, pero desde entonces lo busco con pasión. Otra noche fuimos a un garaje oscuro, donde una señora surcada de arrugas preparaba anticucho y choncholi en un pequeño fuego. Lili reía al vernos comer, como si nos estuviera gastando una broma, pero yo estaba disfrutando tanto que me parecía que la que se estaba burlando de ella, era yo.

Soplaba el viento aquella noche, y las olas golpeaban con fuerza en las ventanas del pintoresco restaurante de Mikonos. De cena pedimos lo de siempre: musaka, queso frito y yogurt, sobre todo mucho yogurt. En pocos sitios he creído tan fervientemente en la belleza de la vida como en Grecia.

Ahora estoy en un autocar, rumbo a Nueva York. En pocos minutos empezaré a ver las luces de Manhattan y ya no podré separar la vista de la ventanilla. En Nueva York me esperan con un banana pudding del Magnolia en la nevera, uno de los mejores regalos que le puedes hacer a un goloso. No todas las cosas que merecen la pena están lejos.

 

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Magnolia

Lo políticamente incorrecto

Si miro a mi alrededor, sólo se me ocurre escribir sobre gordos y negros.

Cuando comienzo a teclear este post estoy sentada en el hall del edificio. Son las 11 de la mañana y el guardia de seguridad – negro – está sentado en la mesa de al lado engullendo el contenido de una bolsa de papel del Burger King. Baltimore está lleno de negros. Es un comentario puramente descriptivo. Más de la mitad de la población de Baltimore es negra y para todo aquel que, como yo, no esté acostumbrado, resulta llamativo. Sin embargo, ésta no es una ciudad multirracial, multicultural, étnica o cualquier otro nombre bonito que podamos aplicarle. Ésta es una ciudad de guetos: los negros viven en unas zonas y los blancos, en otras. Los barrios de los negros empiezan de improviso, como si alguien hubiera trazado una frontera invisible que parte en dos una avenida, o una determinada manzana. Jim me explica por la noche que la división de la ciudad comenzó en los años 40 y fue provocada por los bancos y la especulación urbanística. Para corroborarlo, Troy me enseña una noticia de esa época: «¿Tendrías miedo si un negro se mudase junto a tu puerta?». Resulta terrorífico.

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pg. 9, detail; Chicago Daily News, July 10, 1962, newspaper fragment

 

Así que caminas por un puñado de calles, rodeado de blancos de buen nivel económico y donde los únicos negros son conductores, personal de limpieza, cajeras o celadores. O agentes de seguridad, que recorren sin descanso el perímetro del barrio blanco y vigilan desde el interior de garitas instaladas en los puntos próximos a la frontera, para evitar que nada resquebraje la ciudad de cristal.

Pero no ha sido el negro de la mesa de al lado, ni el olor de su comida, lo que me ha hecho levantar la cabeza del ordenador. De repente he escuchado resollar a alguien, ahogándose, y me he topado con una chica que se ha dejado caer en una silla próxima. Es descomunal, inmensa. Aquí los gordos son de otro nivel, no pueden respirar, les cuesta moverse. Personas que, como esta chica, se han quedado encerradas dentro de un cuerpo que no es el suyo. Atrapadas bajo de  una piel que alguien ha inflado sin medida, estirándola hasta que no da más de sí. Siento lástima cuando los veo avanzar renqueantes sobre unas piernas que se han vuelto demasiado débiles y que apenas les sostienen. Cuando cualquier movimiento les cuesta un esfuerzo sobrehumano. La veo levantarse de nuevo y avanzar con dificultad hasta la puerta, la cara roja por el esfuerzo. Sale a esa misma calle donde, junto a la puerta de la primera escuela de Salud Pública del mundo, hay un Burger King.

Marcharse es la única manera de volver

Una noche te acuestas con la maleta abierta en el suelo del dormitorio, sabiendo que es la última vez en mucho tiempo que duermes en tu cama. Hay algo que reside en esa escena – la cama, la luz de la mesilla, la maleta abierta parcialmente en penumbra, los objetos alrededor de ésta que esperan a que los lleves contigo – que resulta difícil de explicar. Es una sensación de vértigo por lo que está por venir. Es un decirse a uno mismo, mil y una veces, «¡Quién me mandaría a mí!» mientras extrañas ya la habitación de la que todavía no te has marchado. Es un sentimiento profundo de soledad, como si todo el mundo hubiera decidido abandonarte, cuando realmente eres tú el que te marchas.

A estas alturas no hay manera de resolver el enredo. La suerte está echada: los billetes y el pasaporte están guardados en el bolso y ya están hechos todos los trámites. Sabías que ese momento llegaría, tarde o temprano, y al final está aquí.

A partir de ahora, de este mismo instante, todo será más sencillo. Afortunadamente, ya no puedes echarte atrás.

El vagón en silencio y otros animales mitológicos

La señora que viaja detrás de mí se lo explica con mucha claridad a su compañera:

– Éste es el vagón silencioso. No puedes hablar, ¿sabes? Hay que estar callado o, como mucho, hablar bajito para no molestar a nadie.

Al parecer la mujer que viaja a su lado es sorda, o un poco lerda, o ambas cosas al mismo tiempo, porque lo explica una y otra vez, insistente, durante más de diez minutos, en un tono de voz que escucha todo el vagón. Al final, harta, decido volverme y mandarlas callar. Lo único que consigo es que me lancen una mirada indignada y que la señora vuelva a aclarar la situación.

– ¿Lo ves? Hay que estar en silencio.

El autobús no es mucho mejor. Mi vecino de detrás le explica a su acompañante que no puede dormir más de dos horas seguidas cada noche, pese a las pastillas que se toma a la hora de cenar. También me entero del estado de sus finanzas y de su vida amorosa. Me pregunto si no se sentirá incómodo compartiendo sus intimidades con todo el autocar, pero no parece importarle. Tampoco parece sentirse avergonzada la chica del otro lado del pasillo mientras insulta a su teléfono a voz en grito:

– ¿Me harías un favor? – Me pregunta inclinándose sobre mí, como si haberla escuchado gritar por el móvil durante una hora entera no fuera suficiente.

– Depende, – respondo yo, con cautela.

– Me he quedado sin batería de repente, – me explica, aunque ese «de repente» es bastante discutible- ¿Me dejas mandarle un mensaje a mi novio?

La banda sonora del autocar está llena de llamadas, gritos y conversaciones indiscretas. De vez en cuando se completa con improvisados cantaores flamencos que no dudan en tocar palmas y golpear todas las superficies del vehículo para llevar el ritmo de su cante, en un concierto que nadie deseaba escuchar. La esencia del viaje la resume una señora en notas de voz que el teléfono no quiere registrar, lo que la obliga a repetirlo todo dos veces:

– Lo importante es que he llegado. – Y, haciendo una pausa y subiendo todavía más el tono. – Lo importante es que he llegado.

Mi abuelo

Recuerdo a mi abuelo a través de gestos y comentarios. De situaciones que, para mí, son la mejor manera de asir una realidad que ya no existe.

Mi abuelo se sentaba y, una y otra vez, pasaba la mano por los brazos del sillón orejero, desgastando la tela. Se instalaba allí los domingos después de comer y encendía la radio. Cuando nos íbamos hacia el campo de fútbol él ya tenía el partido sintonizado y nos despedía diciéndonos que gritásemos muchos «Aus». No que hubiese muchos goles, ni que ganásemos, ni siquiera que lo pasásemos bien, sino que gritásemos «Aus». Para nosotras, los «Aus» eran esas jugadas que son casi gol pero en las que la pelota no llega a entrar en la portería. Serán goles yayo, le corregíamos, y él insistía en que no. Por supuesto, si el Zaragoza perdía, cosa que solía suceder, nos recibía con una sonrisa, qué mal han jugado, exclamaba, y parecía divertirse haciéndonos rabiar.

A mi abuelo le encantaba conducir, pero no era buen conductor. Recuerdo cuántas veces había raspado el coche al llevarme al parque de pequeña: contra otro coche, contra un bordillo. El coche de mi abuelo estaba lleno de rayas y yo todavía identifico la plaza de garaje por el boquete que, a base de rozar el retrovisor, hizo a la columna del aparcamiento.

Mi abuelo entraba en la cocina cuando todo estaba hecho y exclamaba, «¡Cuánta mujer hay aquí! ¡Mejor me voy!» y se daba la vuelta, satisfecho con el deber cumplido. Mi abuelo atropelló un taxi después de decidir cruzar en rojo por entre unos setos, cuando ya apenas veía. Mi abuelo, el mismo que se levantaba todos los años para ver los San Fermines, y se reía como un niño pequeño cuando el toro cogía a alguien.

Hace poco fue su cumpleaños, 95. Si estuviera aquí, seguiría siendo el abuelo más guapo del lugar.

 

Lo que descubres por la mañana

No, olvidadlo. Esto no es una escena de película para treintañeros en la cual ella, al despertarse resacosa, se da la vuelta en la cama y, ¡Premio! Hay alguien durmiendo a su lado. Una persona que suele balbucear algo entre sueños mientras ella escapa de la habitación de puntillas, tapándose con la sábana y tratando de recoger la ropa del suelo.

Yo hablo de otra cosa más mundana, más habitual. Algo que no deja de asombrarme. Me refiero a todas esos objetos que aparecen abandonados en la calle y que uno descubre por la mañana. Hablo de los periódicos desparramados. De las prendas de ropa. Los envases a medio usar. Pero, sobre todo, pienso en los zapatos. ¿Quién no ha visto un par de zapatos, o al menos uno solo, en la acera a primera hora de la mañana? Suele ser un botín de ante marrón, desgastado y bastante feo, inclinado hacia un lado como si no se sostuviese en pie. O una zapatilla de lona que ha perdido los cordones y que se encuentra apoyada en la papelera, sin fuerzas para deslizarse dentro del cubo. O unos malos zapatos de tacón, cada uno en una posición, simulando una escena del crimen de la que alguien se dio a la fuga.

Los zapatos perdidos me fascinan. Por ellos llenaría la calle de cámaras, para saber cómo han llegado hasta allí. Por ellos buscaría a su otro par, como si fuese el Príncipe de una nueva Cenicienta. Sólo por ellos haría la ronda a media noche, esperando a que aparezcan.

Pero a esas horas, cuando los encuentro, voy medio dormida. Y me olvido de ellos. Hasta la próxima mañana en la que me los encuentre.

Nieve en NYC

El sábado llegó el invierno a Nueva York. Por la pantalla del ordenador veo cómo cae la nieve, cómo se va acumulando en el alféizar de la ventana, sobre la escalera de incendios en la que desayunaba con pantalones cortos y sandalias, mientras observaba la vida en el barrio.

Veo al encargado del bloque de enfrente limpiar la calle, una y otra vez, aunque siguen cayendo copos, cada vez con más fuerza. No puedo evitar recordar a los porteros de librea de la 5ª y de Park Avenue, y pienso en los ingentes esfuerzos que estarán haciendo luchando contra la nieve, tratando de limpiar su parcela de acera entoldada, para tener a sus exigentes vecinos contentos.

Me llegan fotos de coches sepultados por la nieve. De personas luchando contra la ventisca en calles en las que está prohibido conducir, en las que han dejado de circular los autobuses. Me río con suficiencia europea, pensando en lo absurdo que es que todo se paralice cuando nieva todos los inviernos. Sonrío, pero pienso en el caos de la ciudad cada vez que llueve y ya no me parece tan descabellado.

Veo Central Park y ya no hay ardillas, luciérnagas ni mapaches. Ya no hay personas sentadas en cualquier palmo de césped, cada una protagonizando una escena diferente. Ahora el parque se ha convertido en un bosque nevado, donde la gente improvisa trineos y todos juegan a ser niños. Es una ciudad diferente y pienso si sería capaz de reconocerla. Si volvería a encontrar los senderos sin problemas, si podría pasear por ella con esa sensación de familiaridad que resulta tan agradable o si, por el contrario, me sentiría una extraña de nuevo.

Alguien ha improvisado una colección de muñecos de nieve sobre un banco, y pienso que sí. Que, probablemente, seguiría sintiéndome en casa.

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Un atardecer diferente

Hacía frío, mucho frío. El cierzo había vuelto y aunque había dejado de llover, el cielo amenazaba tormenta. Para colmo, todavía no me había recuperado de los excesos navideños, así que afronté mi entreno de series como suelo hacerlo en esas circunstancias: engañándome. «Bueno Isabel, es suficiente con que corras un poco más rápido, pero no mucho, no te agobies». Por supuesto, al final siempre acabo apretando como si no hubiera un mañana.

Había cogido el camino habitual, en dirección al río, y había empezado a trotar. La primera serie me había llevado hasta los pies del puente. Lo había cruzado en la segunda, los pasos resonando sobre la madera. Había descendido hasta el parque y cuando empezaba a no poder más me había cruzado con un grupo de corredores, por lo que había levantado la cabeza y ampliado la zancada. No hay como que nos miren para mejorar exponencialmente.

El reloj había pitado, indicando que la serie había llegado a su fin y yo me había detenido, resollando. Tenía noventa segundos para recuperarme. Con los brazos en jarra había mirado hacia arriba: el atardecer me regalaba un cielo de cientos de tonalidades rosa, surcado por nubes azuladas que parecían abrazar la Torre.

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A mi izquierda, al reguardo del viento bajo un arco de enredaderas, una pareja de unos 70 años se abrazaba y besaba. La escena me había hecho sonreír: la luz del atardecer, ella, él. De repente, por el rabillo del ojo, había visto cómo la mujer manipulaba la cinturilla de su pantalón, mientras ambos se apretaban con fuerza, lo que me había llevado a concentrarme en las nubes con renovado interés.

En ese momento había vuelto a pitar el reloj y yo me había lanzado a correr como alma que lleva el diablo. Pensé que se había roto la magia, pero hasta sin ella, era un atardecer precioso.

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