Al salir de clase

El patio del colegio permanece abierto cuando acaban las clases. Al principio me pareció buena idea. Era una forma de que J2 corriese un rato, en ese empeño que tenemos los padres de que los niños corran, como si así se quedasen sin gasolina y se convirtiesen en seres tranquilos que suplican acostarse pronto. Spoiler: eso no ocurre nunca. 

J2 sube al tobogán tras arrancarse el chaquetón, porque hace 6 grados centígrados y no puede soportar tanto calor. Yo me quedo a un lado, siguiéndola con la mirada. Es una buena técnica para no perder de vista a la criatura, pero también para evitar conversaciones indeseadas. No suele funcionar. Más pronto que tarde alguien se detiene a mi lado e iniciamos una conversación sobre cosas sin importancia: el tiempo, los niños, el COVID. Nada que pueda derivar en conflicto, porque estamos abocados a entendernos durante años en ese espacio limitado que se extiende desde la casita de los enanos hasta el tobogán azul.

Hoy no es una excepción. Un padre y su hijo se detienen a mi lado. No sé muy bien qué decirles, así que me dirijo al niño con unas frases originales tipo, ya veo que te gusta la Patrulla Canina — lo intuyo porque lleva la camiseta, la mochila y los calcetines de la serie  — y cuál es tu perro favorito. Estoy saliendo airosa del intercambio cuando J2 se coloca a mi lado, mira al niño de arriba a abajo y, sin mediar comentario previo, le suelta a bocajarro:

— Qué desagradable te pones por las tardes.  

Así, sin más. Como si fueran un matrimonio de 70 años continuando una discusión que dejaron aparcada para echarse la siesta. Antes de darme tiempo a reaccionar J2 ya se ha marchado de nuevo, dejándome sola frente a su desplante. 

Me giro hacia el padre y el niño. Los dos me miran serios, cada uno acorde a su edad. Me alegro de llevar puesta la mascarilla. 

— Vaya con los niños, — les digo, en un alarde de inteligencia emocional. — ¡Cómo son!

El padre parece querer decir algo, pero opta por quedarse callado. En su lugar, sus ojos responden a mi pregunta. Cabrones, dice con la mirada. Los niños son unos cabrones. 

En la foto, una imagen del patio de colegio medio español. 

9 de marzo 2022

Os habéis pasado, les digo, sin saber dónde meterme. Qué menos, responde uno de mis subordinados, y me toca el hombro con camaradería. No me gusta que me toquen. Tomo nota del gesto mientras me estiro la manga del traje con disimulo. Del techo cuelgan unos paquetes envueltos en celofán, probablemente cajas de Amazon vacías. Hay que ser cutres. ¿De qué sirve contratar a un montón de gente si te felicitan con una decoración digna de alumno de primaria?

Como todavía estamos en invierno, hemos pensado que un toque navideño no está de más, se apresura a informarme la responsable de recursos humanos. Se debe pensar que soy ciego y que no he visto el muñeco de nieve colgando del techo desde diciembre. Está tan alto que no hay quien lo quite, me había informado el de mantenimiento cuando le recriminé que siguiese ahí. Los miro a todos y percibo en sus caras tal expectación que opto por callarme. No sé si sentir ternura hacia los presentes o lástima de mí mismo. 

Al final opto por desearme feliz cumpleaños.

Un domingo en la nieve

Me bajo del coche enfundada en mis mallas de borreguillo. Llevo un forro polar de mi madre que quedó olvidado en el armario veinte años ha. Los esquiadores equipados como si fueran a competir en Pekín no me intimidan, porque este año me he comprado unos pantalones de nieve del Decathlon y me siento la reina de la montaña. Mientras me los pongo, les echo un vistazo a sus anoraks, las gafas excesivas y los esquís kilométricos que cargan al hombro en dirección a la pista. Para qué gastarte dinero en unas botas de esquiar cuando unas botas de monte sirven para todo el año, pienso mientras me anudo los cordones. Reducir, reciclar, reutilizar. Ese es mi lema.

Cuando estamos listos enfilamos en dirección contraria a los esquiadores. Cargamos nuestro trineo de plástico hacia la ladera más cercana, donde otras muchas familias se lanzan ya en trineos similares. ¿Quién quiere esquiar cuando puedes hacer una pelea de bolas? ¿Para qué pagar un forfait cuando el placer de un muñeco de nieve está al alcance de la mano?

J2 es reacia a montarse en el trineo. Cuando por fin lo hace, decide que quiere tirarse sola. Le explicamos bien cómo tiene que levantar la palanca para frenar, y colocamos el trineo en una parte de la ladera con pendiente suave y que termina en una pequeña subida para que, en el caso de que se le olvide parar — cosa más que probable — la orografía lo haga por ella. Por si acaso, me coloco al final de la pendiente, preparada para frenarla con mi cuerpo si es necesario. 

J1 suelta el trineo, que comienza a deslizarse. La nieve está congelada, y el trineo avanza cogiendo velocidad. Me quedo embobada viendo cómo se acerca. Sin darme tiempo a reaccionar, pasa por mi lado y salta el parapeto sin que su velocidad se reduzca. Lo último que veo de J2 son las orejas de oso de su gorro de punto perdiéndose en el parking entre dos autocaravanas.  

Qué lástima, pienso, mientras que veo a J1 correr tras ella. Ahora que me había acostumbrado a tener dos hijas…

En la foto, el banco donde espero sentada a que J2 regrese.

2 de marzo 2022

Acérquense, por favor, no sean tímidos. El oso pardo es una especie cada vez más amenazada en la península, y lo que tienen delante es un ejemplar único. No se lo pierdan. Avancen un poco más, sin miedo. ¿Ven esta línea del suelo? Tienen que ponerse delante, justo en el espacio que queda entre la raya roja y la barandilla. Es un poco estrecho, lo sabemos, pero estamos seguros de que serán comprensivos. Ahora permanezcan ahí, una vez sobrepasada la línea, y hagan todo el ruido que puedan. Griten, golpeen el suelo con los pies, agiten los brazos con fuerza… Es la mejor manera de que el animal se ponga nervioso. Si alborotan lo suficiente el oso se acercará y, tras un buen zarpazo, se comerá a uno de ustedes. Preparen sus teléfonos móviles para grabarlo todo, no los suelten por lo que más quieran. Están a punto de presenciar un espectáculo irrepetible.

Yahveh, el niño dios

El niño que está montado en la rueda giratoria se llama Yahveh. Tal nombre en boca de su madre ha conseguido hacerme despertar de mi letargo. Pensaba que sería una herejía llamarse así, pero ahí está, girando frente a mí, tan rápido que en seguida me mareo. Es un niño de unos dos años de apariencia inofensiva, pero en mi cabeza hay demasiado imaginario de terror como para zanjar el asunto. No tardo en pensar que si Yahveh fue capaz de destruir Sodoma y Gomorra sin despeinarse, poco le costará reducir la ciudad de Zaragoza a cenizas.

— ¿Cuánto tiene? – Me asalta la madre de Yahveh sin mediar saludo alguno, señalando con la cabeza a A.

— Once meses.

— Qué gorda está. Yahveh también era así, gordico, con unos mofletes que parecía un cerdo.

Sin entrar a valorar si un cerdo es el animal más adecuado para realizar una comparación amigable, o si debo ofenderme porque ha llamado cerda a mi hija, el comentario me tranquiliza. No creo que los dioses vengadores y sangrientos tengan cara de pan, característica más propia de niños Jesuses bien alimentados.

— Pero es más malo… ¡Un demonio! Nos vuelve locos a todos, no podemos con él.

Me pongo alerta de nuevo. Sigo a Yahveh con la vista. Está saltando encima del tobogán como si quisiese hundirlo en el suelo. Como no lo consigue, suelta un gruñido y mira hacia arriba. Yo también miro, y hasta inicio el gesto de protegerme, porque me imagino una gran lengua de fuego bajando sobre nosotros. Algo que no ocurre, por supuesto.

— Se parece a tu hija, – insiste la madre, aunque yo no veo ningún parecido entre el niño terrible y A, que con una mano regordeta juguetea con la cremallera del saco. – Así, con los rizos esos, y los ojos como achinados. Son más raros estos niños que han nacido en pandemia que para qué. Lo dice todo dios.

Y suelta una risotada excesiva, como si fuera consciente de su chiste. Aterrorizada, me despido con prisas, y me llevo a rastras a J2, que no entiende nada. Corre, le ordeno entre dientes. En cualquier momento voy a tener que matar a mi primogénito. 

En la foto, Yahveh exigiendo que cambiemos la receta de bizcocho de yogurt por la de pan ácimo.

23 de febrero 2022

Descuelgo el teléfono en cuanto empieza a sonar. Estaba esperando la llamada: 

— ¿Isabel?

— Sí, soy yo, — respondo con la voz entrecortada.

— Muy bien, tranquila, respira hondo. Estamos aquí para ayudarte.

— Estoy muy nerviosa.

— Es comprensible, pero tú limítate a seguir las instrucciones. ¿Ves un cable rojo?

— No hay ningún cable rojo.

— Vaya. ¿Verde? ¿Azul? ¿Magenta? ¿Cian?

— Solo hay un cable gris. 

— Pues tiene que ser ese, no hay más. Sepáralo con cuidado, coge unos alicates y córtalo.

— No tengo alicates, ni siquiera tengo tijeras. ¿No vale con que lo desenchufe? 

— Es muy difícil obtener resultados óptimos sin seguir las indicaciones, pero qué se le va a hacer. Desenchúfalo y ya veremos qué pasa.

— ¿Y si salto por los aires?

— Eso solo ocurre con los cables rojos y azules. Una vez cada uno, para ser exactos. Así no se generan prejuicios frente a un color determinado. 

— De acuerdo. Ya está. 

— ¿Funciona?

— Parece que… ¡Sí! Ya ha vuelto la señal. ¡Está imprimiendo!

— Perfecto. Gracias por contactar con el servicio técnico. Cerramos la incidencia. 

Una visita inesperada

Hoy Ómicron se va. O eso es lo que dijo cuando apareció de forma inesperada en la puerta de casa. Solo serán siete días, exclamó alegre, como si fuera poco tiempo. Soy una mujer educada, así que sonreí como pude y me aparté a un lado dejándolo entrar, aunque la visita me venía fatal. 

Mientras bebo un vaso de agua tras otro para mantener a raya el picor de garganta lo espío desde la cocina. A su alrededor está todo desordenado, el sofá lleno de migas y las bolisas se acumulan en el parqué. Es casi la hora de comer y todavía no ha preparado las maletas. No quiero dar la impresión de que lo estoy echando, pero cada vez que paso por delante del sofá y lo veo ahí, despatarrado, me tengo que morder la lengua para no lanzarle una indirecta. Lo haría si no me doliese tanto la cabeza, quién sabe si por su culpa o por la ventilación cruzada. Al menos no se queda dos semanas como hacía antes, pienso para consolarme, mientras me trago el enésimo paracetamol. 

J2 no quiere que se vaya. De vez en cuando se acerca a Ómicron y lo abraza, zalamera. Qué bien estamos aquí todos, le dice, y nos mira buscando aprobación. Nosotros sonreímos, nerviosos, sin atrevernos a llevarle la contraria, no vaya a ser que decida quedarse más tiempo. Estoy muy contenta de que haya venido, me dijo ayer por la noche cuando la arropaba. Como si no supiéramos que lo invitó ella. 

Voy a preguntarle si se quedará a comer. Seguro que dice que sí. Muy enfermo, pero no se pierde una comida.

En la foto, la maleta que he preparado a mi visitante. Espero que capte la indirecta. 

16 de febrero 2022

Las entradas para el Real descansan en el mueble de la entrada. Aunque la programación es cada vez más estrambótica es un ritual al que no pienso renunciar. De la ópera me gusta todo, empezando por el visón que descansa al fondo de mi armario y que visto en todas las funciones invernales. Pesa más de veinte kilos pero merece la pena el dolor de espalda. Después está el masaje, la manicura y la visita a la peluquería. El rato que dedico a limpiar las joyas que me voy a poner con un trapo húmedo. La copa que tomamos con nuestros amigos justo antes de la función en uno de los bares de la plaza de Oriente, donde intercambiamos novedades sobre nuestros últimos viajes y adquisiciones — nosotras — y sobre las mejores inversiones en este momento de inestabilidad bursátil — ellos. — Por fin llega el momento de entrar, sentarse en la butaca y, en silencio, dejar pasar los últimos minutos revisando el libreto. Cuando la luz se apaga me acurruco en el asiento y contemplo, emocionada, cómo aparece en escena Dragoncio. Es una de mis óperas favoritas. El aria del Lobo y la Abuelita es, sencillamente, sublime.

Otra historia de San Valentín

Tengo el super poder, pese a llevar un reloj con fecha en la muñeca, abrir el ordenador todos los días y escribir día mes y año en la agenda cada dos por tres, de no saber en qué día vivo. Habito en un universo paralelo donde el tiempo transcurre de manera diferente, pero mantengo las apariencias frente al común de los mortales, porque nada me gusta más que vivir de acuerdo a las convenciones sociales. Así, soy capaz de agendar una reunión para mañana, martes, y a continuación despedirme alegremente hasta la semana que viene. Esto, además de despistar, sirve para generar mal ambiente en el trabajo, porque no todas las personas se pueden coger macropuentes cuando les apetece. 

Ayer escribí “domingo 13 de febrero” en la agenda con mi mejor letra y miré las reuniones programadas para hoy, día 14. Por si no era suficiente, los escaparates del barrio llevan varias semanas cubiertos de corazones rojos de cartulina en un alarde de elegancia. Debería haberme puesto una alarma en el móvil, pero probablemente la hubiera apagado para seguir durmiendo.

Ha sido esta mañana, a las 9, empujando el carrito de A a toda velocidad — algún día atropellaré a alguien y pobre de él/ella si no lleva casco — cuando he sido consciente del desastre. 14 de febrero y ni un triste detalle, ni una nota, ni nada. ¿Cómo enmendar el error? He tratado de buscar una solución a toda velocidad. A esas horas la única tienda abierta era la frutería pakistaní, y aunque lo eco está de moda, regalar borrajas no me ha parecido lo más apropiado. El bar chino de la esquina también estaba abierto. ¿Y si llamo y le invito a un desayuno romántico de cortado y churros grasientos? No, tenía una reunión a primera hora, no sirve. La farmacia era otra alternativa. ¿Qué tal una crema para pieles secas? ¿Unos batidos de los que te ahorran comer durante una semana? 

La vibración del móvil  ha venido a rescatarme. Un mensaje de J1 ha acabado de golpe y porrazo con todas mis preocupaciones:

“Me he olvidado de San Valentín”  acompañado de un emoticono con cara de circunstancias.

He sonreído. Hasta me he permitido detenerme en medio de la acera para responder el mensaje con tranquilidad:

“Esto no me lo esperaba”.

En la foto, el regalo monísimo que podría haber sido pero que nunca fue. 

20 de julio 2020

– Sí, ya sé que Sanidad recomienda colocar un hidroalcohol en la puerta y que la gente se lave las manos al entrar, pero aquí nos gusta ir más allá. A fin de cuentas, la seguridad del cliente está por encima de todo. Así que desnúdate. Como si estuvieras en tu casa, no tengas vergüenza. Después te metes en la fuente guardando la distancia de seguridad, no vayamos a tener un disgusto. ¿Que si irrita? No, mujer, qué va. La única recomendación es que cierres bien los ojos y que no te quites la ropa interior. Alguno se ha quejado de sequedad después, pero no hay nada que no arregle un poco de Nivea. Venga, no seas tímida. Cómo, ¿que no quieres comprar nada? Tú misma, pero no hay comercio más seguro que el mío. ¿Te puedo dar un consejo antes de irte? Hazte una PCR. Tienes muy mala cara. 

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