Semana del 11 al 17 de diciembre

Tengo una herida en el antebrazo que no termina de curar. Me pica todo el tiempo y no consigo olvidarme de ella. La herida va cicatrizando por un extremo, pero por el otro se extiende, brazo arriba, como un animal que no deja de deslizarse. Pienso que llegará el momento en que alcanzará la axila, y de ahí saltará hasta el tronco. Desde el tronco ascenderá por el cuello y al final llegará al cráneo, momento en el que ya no podré hacer nada y moriré. Debería coger cita con la médico de familia, me digo a mí misma.  Me encojo de hombros, dejo de rascarme y continúo mirando regalos en Amazon.

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Durante más de 10 minutos la empleada de la papelería me enseña libretas de tapa blanda pequeñas, libretas de tapa dura con la cubierta estampada, libretas lisas de papel cuadriculado. Yo le he pedido una libreta pequeña, de tapa dura y lisa, y preferiblemente de papel sin pautar. Pensaba que era una libreta estándar, le digo, cuando veo que está empezando a sudar. Bueno, piensa que hay muchas opciones, responde. Libretas de tapa dura, tapa blanda, pequeñas y grandes, lisas o estampadas, papel blanco, cuadriculado, rayado… La combinatoria es casi infinita. Al final me quedo con una libreta que no es exactamente lo que quería pero que se acerca bastante. ¿O vosotras podéis iros con las manos vacías después de que la vendedora os haya enseñado media tienda?

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Mamá! ¡Ha dicho joder! Ya, mi amor, pero no te tiene que oír todo el restaurante. ¡Pero ha dicho joder! Te he escuchado. De verdad, no hace falta que lo repitas. ¿El qué? Esa palabra. ¿Joder? 

La edad media de emancipación en España son los 30,3 años. Ya falta menos.

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Voy a una tienda muy pija. Está llena hasta los topes y me toca esperar casi en la puerta. Una chica entra poco después. Se queda mirando el panorama, confundida. Se gira hacia mí. ¿Hay algún tipo de turno establecido? Me pregunta, muy educadamente. No, respondo. Hay que pedir vez. Como en la verdulería, añado, por si no le había quedado claro. Me mira, espantada, y se aleja discretamente. Nunca la palabra verdulería había sonado tan sucia.

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La pantalla del teléfono se ilumina. “Mándame una foto de las chicas”. Tu mensaje me pilla entre grito y grito, con un jersey a medio poner, la leche vertida sobre la mesa, un pañal abierto sobre la cama y la camiseta recién puesta llena de mocos. “Ahora mismo, cariño”. 

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Ir con niños al museo es sinónimo de que el guardia de seguridad se convierta en tu guardaespaldas. Sientes su presencia constante, su aliento en la nuca, moviéndose detrás de ti por cada una de las salas. Veo por el rabillo del ojo cómo una pareja de abuelos acercan la nariz a un cuadro, y a un grupo de adultos señalar la luz de Madrazo con el dedo peligrosamente cerca del lienzo. Mientras tanto yo sostengo dos manitas con fuerza mientras finjo que me estoy enterando de algo.

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A ver si nos vemos pronto, escribo en un mensaje. Y ese a ver si nos vemos sin límite temporal se pierde en el montón de las cosas que no van a ocurrir nunca. 

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En la foto un brazo sano, hermoso y terso. Porque no hay fotos que reflejen la fealdad en los bancos de imágenes (Photo by Juan Pablo Serrano Arenas on Pexels.com)

Semana del 27 de noviembre al 3 de diciembre

La librería cambió de ubicación.

En el local donde estaba pusieron una tienda de material policial y militar. Mal.

En el local donde estaba la tienda de material policial y militar pusieron una floristería. Requetebién.

En el local donde estaba la floristería apareció una inmobiliaria. Regular.

Mal, requetebién, regular. 

Así se mantiene el equilibrio en la ciudad.

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Las chicas me piden que les monte una casa con los cartones de las estanterías. Cada vez que lo intento la casa se cae sobre ellas, como un castillo de naipes. ¡Terremoto! Grito en todas las ocasiones, tratando de disimular mi error, y ellas ríen pensando que lo hago a propósito. Y esto es la maternidad: meter la pata mientras una finge que lo tiene todo controlado.

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¿Mi definición del éxito? Preguntar algo en un chat de 20 personas y que nadie haya respondido 2 días después.

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El reto de J2 de esta semana consiste en hacerse una foto con el “gran reloj de sol”. Discutimos con J1 sobre cuál es el reloj de sol más grande de la ciudad. Él me enseña una foto de Google Maps mientras yo esgrimo una entrada de la Wikipedia. Al final, tras un largo tira y afloja, hago prevalecer mi opinión de autóctona. En el reloj de sol nos recibe una placa conmemorativa del libro Guinness de los Récords. Estoy tan orgullosa que hago posar a J2 señalando la placa. Cuando envío la foto a la tutora descubro que, del gran reloj de sol, ni rastro. 

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Mi hija de 5 años está sentada en el sofá hojeando un cómic de la Patrulla X editado en 1980. Le doy las buenas noches y me voy a la cama. Tengo demasiado sueño como para que nada me extrañe.

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Encuentro un vuelo asequible por Navidad. Busco cosas que ver en la zona. Trazo un posible itinerario. Localizo un alojamiento que reúne las condiciones deseadas. Cuando todo está organizado regreso a la página de vuelos y descubro que los precios se han duplicado en apenas unas horas. Otra bonita mañana de trabajo perdida.

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Hola, me encanta cómo explicas todo. Solo una pregunta. ¿Va a acabar pronto la clase? Y así todos los días.

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Quedamos a comer con D. Está cansado del trabajo pero aguanta porque cree que podrá prejubilarse en pocos años. Tengo que comprarme la finca y empezar a plantar árboles, nos explica. Si no empiezo ya llegará la jubilación y no tendré sombra para echarme la siesta. Si eso no es entender la esencia de la vida, que baje dios y lo vea.

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Me contacta por WhatsApp una amiga con la que hacía años que no hablaba. Qué alegría más grande. En los años en que no hemos hablado se ha cambiado de nombre y ya no es ella, sino elle. Tomo buena nota para no equivocarme. Una solo quiere que sus amigues sean felices.

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Me siento en una terraza al sol. Pido un vermut. La temperatura es perfecta. Cierro los ojos, respiro hondo. El vermut llega en seguida. Lo cojo, doy un sorbo. Entonces, escucho una voz: mamá, caca.

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En la foto una floristería ignorante de que, en el futuro, otro ocupará su lugar (Photo by TheGlory on Pexels.com)

Semana del 20 al 26 de noviembre

J2 está haciendo un proyecto en el cole para conocer su ciudad. El reto de esta semana es fotografiarse con una escultura que está en medio de una rotonda. Mientras cruzamos corriendo los cuatro carriles me pregunto si en París, Roma o Estambul los niños también visitan las rotondas en sus proyectos escolares. Prefiero no conocer la respuesta.

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Decidimos montar un mueble de Ikea en familia. Fin de la historia.

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Es que este formulario no es para eso. Pero lo pone en el título. Bueno, pero es por poner algo. Silencio. Que no es para eso. Pero lo pone. Me mira. Le sostengo la mirada. Es como mirar a los ojos a un pez muerto.

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Mamá, no puedo comer acelgas. Me duele muchísimo la garganta.

Misma niña 10 minutos después: hace el pino puente desnuda en el salón mientras canta a voz en grito Dragostea din tei. 

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¿Cómo? ¿Que esta sensación de malestar, de vacío existencial, de insatisfacción con mi propia vida, era solo que me iba a bajar la regla? Nunca lo hubiera imaginado. — Yo cada cuatro semanas desde hace casi treinta años.

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Cogeré la bici para llegar pronto.

Descuelgo la bici del soporte. Busco una luz. Localizo un candado. Encuentro la llave que corresponde con el candado. Guardo todo en la mochila. Cojo el casco. Cierro el trastero. Salgo a la calle. Ajusto el freno trasero que se ha soltado al descolgar la bici. Me coloco el casco.

Llego tarde. 

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Voy a ver una carrera. Me apuesto en la línea de meta a aplaudir a todos los que terminan. Muchos de ellos cuando ven la meta hacen el sprint de su vida, como si compitiesen con el mismo Usain Bolt en la final de los 100 metros lisos. Pienso en lo ridículos que se ven desde fuera hasta que caigo en la cuenta de que yo hago lo mismo.

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Llevo a mis hijas a ver la carrera. Es importante transmitirles hábitos saludables desde pequeñas. Las entretengo a base de chucherías.

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Duplicamos el espacio de estanterías. Las montamos, limpiamos y, después de todo un fin de semana, descubrimos que los libros siguen sin caber.

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Me conecto a una reunión online. Soy la única persona conectada por ordenador. Me van girando para que vea a las distintas personas que hablan, me pasan de mano en mano. Cuando hablo todas se acercan a escucharme, las cabezas muy juntas pegadas a la pantalla. Me siento como una de esas vírgenes a las que pasean bajo palio, ligeramente zarandeadas. Qué vida ésta. 

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Claro, no hay problema. — Notas cómo aparece una nueva arruga en cuanto pronuncias estas palabras. 

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Saco unos billetes de autobús a través de la web. Descubro que si me hago usuaria no pago gastos de gestión. Relleno todo el formulario, le doy a enviar. Este usuario ya está registrado. Maldita sea. Empiezo a probar las contraseñas habituales, pero ninguna es correcta. Procedo a resetear la contraseña, recibo un enlace a mi correo electrónico. Cambio la contraseña, pulso sobre el botón de aceptar. Aparece un nuevo mensaje en la pantalla: la contraseña debe de ser distinta. Cuánto sufrimiento para ahorrarme un triste euro.

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Debería estar durmiendo. Y así, todas las noches de mi vida.

En la foto J2 contempla, subyugada, la belleza de la rotonda.

Semana del 13 al 19 de noviembre

Ahora que todos los enchufes están, por fin, en su sitio, ponemos las estanterías de venta en Wallapop. Al poco rato llega un aviso. ¿Las vendéis con libros? Y con el piso, me dan ganas de responder, pero no me atrevo por si no entienden el sarcasmo. 

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Me llega un WhatsApp de una amiga. Me explica que, después de un largo tiempo de espera, su plaza aparece publicada en el BOE. Adjunta un selfie en el que sale mordiendo un papel, entiendo que la resolución del Boletín Oficial. Qué daño ha hecho Rafa Nadal, escribo, pero en el último momento borro el mensaje. En su lugar pongo un icono sonriente, otro de fiesta y, por si fuera poco, añado un ¡¡Te lo mereces!! Se han iniciado guerras por menos. 

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Los secadores de pelo están ubicados en el pasillo de la piscina cubierta. Es una disposición extraña, porque mientras te cepillas los enredones la gente pasa a tu lado, camino de los vestuarios o de la calle. Me entretengo en mirarlos mientras me peino, sin fijarme en nada ni nadie en concreto, hasta que dos personas llaman mi atención. Son dos señoras, una de ellas grande, negra, con el traje de limpieza. La otra es una señora algo más madura, más pequeña también, cargada con una mochila como si fuera a nadar. Las dos se miran al final del pasillo, se sonríen sin hablar y, después de poco más de un segundo de esa mirada y esa sonrisa, entran en el vestuario una detrás de la otra. En ese momento tengo la certeza de que van a iniciar un tórrido romance en las duchas del centro deportivo municipal. Cojo el secador y empiezo a secarme el pelo. 

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Me despierto por los picotazos de un mosquito. Pero si es noviembre, pienso, adormilada. Abro los ojos de golpe. ¡Pero si ya es noviembre! Tardo un buen rato en dormirme de nuevo.

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Vamos a la playa a pasar la mañana. Llevamos chubasquero y botas de agua. Cargamos dos cometas en el carro de A. Hemos cogido agua, un cubo, dos palas. Montamos las cometas al llegar, extendemos los juguetes de playa. Antes de darnos cuenta J1 y yo sostenemos sendas cometas voladoras mientras A y J2 escarban en la tierra con las dos manos cual perros, lanzándose arena la una a la otra. Así debe ser. 

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Mientras asisto a una reunión interminable pienso en la guerra de Troya. En Helena, Paris y el otro que no era Agamenón ni Aquiles. Pienso en cómo las excusas de unos y otros conducen a Helena, y todo es culpa suya, pero nadie le da voz ni voto. Y mira, como en 2023.

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El animador nos recibe en las puertas de la sala. ¿Qué colores queréis? ¿Necesitáis plastilina? ¡Hala, qué chulo! Pone esa voz impostada que a menudo ponen los adultos cuando hablan con niños, ligeramente aflautada, como si fueran tontos o un poco sordos. Le veo moverse entre las mesas sin borrar la sonrisa de la cara, repitiendo las mismas consignas. ¡Pero qué bonito te ha quedado! ¿Os dejo unas tijeras? Yo le digo a todo que sí para quitármelo de encima, no porque quiera tener más objetos sobre la mesa. Una compañera llega a la puerta de la sala y el chico se dirige hacia ella. Estoy hasta los cojones, le escucho decir. Fuera, el cielo está cubierto de nubes.

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En la foto la playa, un día de otoño, el cielo uniéndose con el mar y dos niñas rebozándose en la arena (Photo by David Vives on Pexels.com)

Semana del 30 de octubre al 5 de noviembre

Viene un electricista a casa a mover unos enchufes de sitio. Hace un agujero en la pared del tamaño de un puño que atraviesa el tabique de un lado a otro del salón. El ladrillo salta, todo se cubre de polvo. Cuando cambio de habitación veo que se ha agrietado la pared. Pongo mi mejor cara de póker, pero no engaño a nadie. Después de más de una hora de sudor — él — y lágrimas — yo — llega al lugar señalado en la pared para que se instale el nuevo enchufe. En ese momento descubre que, bajo el yeso, ya se escondía un enchufe antiguo. Nos miramos y me sonríe, incómodo. Yo me encojo de hombros. Si la casa arde a mis espaldas me convierto en un meme.

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En uno de los pasillos laterales del pasaje comercial veo unos pies en el suelo. Cada vez se curran más la decoración de Halloween, comentamos. Un minuto más tarde nos cruzamos con un equipo médico de urgencias que corre en esa dirección.

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Vuelve el electricista. Toca la pared con mano experta, como si palpase a un paciente. La escayola sigue húmeda y volverá mañana. Fantástico.

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Descubrimos un busto en medio de una fuente en el que nunca nos habíamos fijado. Durante un buen rato intentamos leer quién era pero el tiempo — y el agua, el viento, las palomas… — ha borrado las letras. Fantaseamos sobre si alguien en la ciudad reconocerá a ese señor calvo, si habrá descendientes que sepan de su existencia. Por muchas estatuas que nos dediquen solo sobrevivimos en el recuerdo. 

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Hay un concurso de disfraces terroríficos. Por delante de la cámara pasan niños disfrazados de Miércoles, esqueletos, momias y diversos asesinos en serie. Un niño pequeño, de poco más de un año, berrea tirado en el suelo vestido de calabaza. Su madre y su abuela lo observan a distancia, con una sonrisa congelada en los labios, mientras la fotógrafa — una chica de gafas disfrazada de relojero loco armada con un teléfono móvil — trata de sacarle una foto en medio de la pataleta. No lo consigue. La cola se hace más y más larga, la foto no sale y la chica pone cara de circunstancias, mientras ninguna de las progenitoras hace el mínimo gesto de recuperar a la criatura. Finalmente, la fotógrafa se incorpora. Ya está, anuncia, triunfal. Ha quedado fenomenal. 

Estoy segura de que ese niño tiene grandes posibilidades de ganar. 

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Mando a mis hijas al interior de una papelería. Vuelven en seguida. Tenemos que ir acompañadas de un adulto, me explica J2, así que las cojo de la mano y recorro con ellas el estrecho pasillo hasta el mostrador. La dependienta, encantadora y sonriente, les tiende un pequeño paquete de dulces y les da unas pegatinas. Lo único que pido, me dice al final con voz suave y ligeramente suplicante, es que me des un follow en Instagram. Por supuesto, digo, sin saber qué otra cosa se puede responder. Es, de largo, lo más terrorífico de la noche.

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El trozo de pared que rodea la nueva caja que hizo el electricista ya se ha caído. A su alrededor hay un agujero que cada vez es más grande y que lleva camino de convertirse en la boca de la verdad. Lo que siempre había deseado.

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Por la noche, cuando J2 y A duermen, cojo las calabazas. Tiro algunas de las chuches, dejo la mayoría de ellas en su sitio y como unas pocas. Supongo que esto de comerse los dulces de tus hijas es lo que otros tacharían de placer culpable, pero yo no siento ninguna culpa. 

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J1 refunfuña, gruñe, insulta por lo bajo, contemplando el agujero en la pared. Yo me limito a escucharlo en silencio mientras sigo bebiendo mi té. Parece que he alcanzado el nirvana y no lo sabía. 

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Pienso en volver a publicar en el blog. Tal vez merezca la pena pasar del papel a la pantalla de nuevo. Coger la realidad y darle la vuelta, buscando las costuras. Bucear en todas esas cosas que nos ocurren que podrían ser sacadas de una película, a veces de ciencia ficción, y otros días protagonizada por Alfredo Landa. Tratar de reírse de una misma. 

No, no merece la pena. Eso es lo último que pienso antes de quedarme dormida. 

a family wearing halloween costumes
En la foto un grupo de simpáticos niños dispuestos a llenar a la señora de followers (Photo by Daisy Anderson on Pexels.com)
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