Otra historia de San Valentín

Tengo el super poder, pese a llevar un reloj con fecha en la muñeca, abrir el ordenador todos los días y escribir día mes y año en la agenda cada dos por tres, de no saber en qué día vivo. Habito en un universo paralelo donde el tiempo transcurre de manera diferente, pero mantengo las apariencias frente al común de los mortales, porque nada me gusta más que vivir de acuerdo a las convenciones sociales. Así, soy capaz de agendar una reunión para mañana, martes, y a continuación despedirme alegremente hasta la semana que viene. Esto, además de despistar, sirve para generar mal ambiente en el trabajo, porque no todas las personas se pueden coger macropuentes cuando les apetece. 

Ayer escribí “domingo 13 de febrero” en la agenda con mi mejor letra y miré las reuniones programadas para hoy, día 14. Por si no era suficiente, los escaparates del barrio llevan varias semanas cubiertos de corazones rojos de cartulina en un alarde de elegancia. Debería haberme puesto una alarma en el móvil, pero probablemente la hubiera apagado para seguir durmiendo.

Ha sido esta mañana, a las 9, empujando el carrito de A a toda velocidad — algún día atropellaré a alguien y pobre de él/ella si no lleva casco — cuando he sido consciente del desastre. 14 de febrero y ni un triste detalle, ni una nota, ni nada. ¿Cómo enmendar el error? He tratado de buscar una solución a toda velocidad. A esas horas la única tienda abierta era la frutería pakistaní, y aunque lo eco está de moda, regalar borrajas no me ha parecido lo más apropiado. El bar chino de la esquina también estaba abierto. ¿Y si llamo y le invito a un desayuno romántico de cortado y churros grasientos? No, tenía una reunión a primera hora, no sirve. La farmacia era otra alternativa. ¿Qué tal una crema para pieles secas? ¿Unos batidos de los que te ahorran comer durante una semana? 

La vibración del móvil  ha venido a rescatarme. Un mensaje de J1 ha acabado de golpe y porrazo con todas mis preocupaciones:

“Me he olvidado de San Valentín”  acompañado de un emoticono con cara de circunstancias.

He sonreído. Hasta me he permitido detenerme en medio de la acera para responder el mensaje con tranquilidad:

“Esto no me lo esperaba”.

En la foto, el regalo monísimo que podría haber sido pero que nunca fue. 

Un cuento de Navidad

Me había quedado atrapada en el centro de una isleta. Había tenido el tiempo justo para cruzar el primer semáforo, pero no el segundo, lo que me obligaba a esperar, sin escapatoria posible, durante un buen rato.

En esas estaba, lamentando mi suerte, cuando la vi detenerse al otro lado. Era la una de la tarde e iba vestida con un traje de noche. Probablemente venía de un evento, si es que existe algún acto que exija vestir de gala al mediodía. Era joven, así que parecía salida de una graduación que se había alargado demasiado. Hubiera sido mi primera opción si no hubiese ido tan bien peinada, con las ondas de peluquería todavía en su sitio y el vestido apenas arrugado. Había descartado la comida de empresa, demasiado arreglada, y hubiera seguido haciendo cábalas si no fuera porque ella había cruzado el paso de peatones en rojo, acercándose, descubriendo que estaba llorando.

Aquello avivó, todavía más, mi curiosidad. La chica se había detenido a mi lado, dándome la espalda. Miré con disimulo por encima del hombro. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y miraba con insistencia al frente. La pregunta que más me interesaba resolver no era ya de dónde venía, sino qué había sucedido.

La respuesta vino del mismo lugar por el que ella había aparecido. Un chico había cruzado el paso de peatones en dos zancadas. Durante un segundo me sentí como una idiota por llevar tanto tiempo esperando a cruzar una avenida por la que no pasaba ningún coche, pero aquello era demasiado interesante como para preocuparme por los minutos perdidos. Él se había detenido a su lado, en silencio, como los perros cuando esperan a que su amo les ordene que se sienten o que suelten el palo que llevan entre los dientes. Pero no hubo orden, sino queja. Me has dejado sola, dijo ella, aparentando frialdad, aunque la voz le temblaba. Después de estas cuatro palabras, había decidido cruzar, de nuevo en rojo, como si no pudieran permanecer juntos ni un segundo más. ¿Dónde estaba el tráfico cuando se le necesitaba?

Él, por el contrario, esperó a que los semáforos cambiasen a verde. Sentí que ya nada me impedía cruzar la avenida vacía así que, a regañadientes, lo hice.

Al llegar al otro lado, miré hacia atrás. Caminaban uno junto al otro, pero sin tocarse. Volví a girar la cabeza unos metros más allá, arriesgándome a que me atropellara un patinete, y vi que el hueco se había reducido, apenas un hilo de luz entre ambos. Y pensé, cuántas veces nos esforzamos en mantener esos pequeños espacios, aunque nuestros cuerpos nos empujen a su desaparición. O, quizás, esa escena se merecía una onda expansiva en la que ambos cuerpos salieran proyectados de vuelta, cada uno, a un lado de la isleta.

Quién sabe. Yo, a fin de cuentas, sólo estaba esperando para cruzar.

En la foto, el semáforo pidiéndome, insistentemente, que cruce de una vez.
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