La asesina de plantas

Regreso a mi despacho por primera vez en casi tres meses. Compruebo que la cerradura está intacta, como si fuera necesario. Alguien me preguntó hace poco si no me daba miedo tener mis papeles allí guardados. De mi cabeza surgió una nubecita blanca y esponjosa en la que un ladrón con guantes y antifaz forzaba la puerta para hacerse con mi certificado de la ANECA. No parecía muy realista pero era, cuando menos, una imagen divertida. 

El olor a cerrado me golpea con fuerza. Enciendo la luz y lo primero que veo es la planta. Mi Spatifilium está momificado, las antes gruesas hojas verdes se han convertido en estrechas varillas. No es la primera vez que me olvido de ella. Ya había sobrevivido, a duras penas, a las vacaciones pasadas. Qué lástima, pienso, meneando la cabeza, pero no puedo dedicarle más tiempo. Mientras registro el armario, porque yo sí que necesito ese certificado que el ladrón ha despreciado, lanzo una mirada distraída a los cactus. Están intactos. Quién sabe, a lo mejor son de plástico.

Estoy llegando a casa cuando me remuerde la conciencia. Por no hacer, no he echado ni una gota de agua en la maceta, en un intento de reanimación desesperado. Soy una psicópata, pienso, y miro a mi alrededor buscando algo que me consuele de la horrible persona que soy. Mi vista se topa con un montón de plantas en venta en la puerta de un bazar chino. Qué mejor que comprar una nueva en la que redimirme, así que me detengo. Me agacho e inspecciono durante un rato los geranios. No me decido. Después de varios minutos, el chino sale de la tienda y se agacha a mi lado:

— Este es el mejor. —Me dice, cogiendo una con decisión. 

— Gracias, —respondo, sonriendo. —No entiendo mucho, —añado, porque decir que soy una asesina de plantas suena algo brusco.

— Es muy resistente. Es fácil. 

El chino me devuelve el cambio. Diría que, debajo de la mascarilla, está sonriendo. Le devuelvo una sonrisa invisible y salgo de la tienda muy tiesa llevando con cuidado la planta. Esta vez es la definitiva. 

Mierda. Me acabo de dar cuenta de que, tres días después, sigue dentro del armario metida en la bolsa. 

En la foto, mi próxima víctima.

La niebla

Hace frío en la calle. Es un día invernal, gris y con niebla. Salgo del portal y el frío me golpea como una bofetada. Rápidamente me ajusto el gorro y los guantes, y cierro un poco más, si es posible, la cremallera del abrigo.

La calle está vacía. Son las cuatro de la tarde pero está a punto de hacerse de noche. Con decisión, meto las manos en los bolsillos y comienzo a andar. Lanzo una mirada a las puertas de los comercios, a los portales de los edificios. Todos permanecen cerrados. Parece que no vayan a abrir nunca más.

Apenas he avanzado trescientos metros cuando siento que alguien me sigue. Las pisadas, tenues al principio, se han acomodado a las mías, manteniéndose detrás de mí. Podría haber girado la cabeza, pero algo me lo impide. En su lugar aprieto ligeramente el paso, tratando de no perder la compostura. Intento tranquilizarme. A fin de cuentas, es media tarde y camino por una avenida. No hay zombies en la ciudad ni estoy dentro de un relato de Stephen King. La niebla es sólo eso: niebla.

Respiro hondo, sintiéndome mejor, pero la tranquilidad dura muy poco. Quien sea que me sigue está cada vez más cerca. Miro a mi alrededor buscando algún lugar donde ocultarme, pero estoy en medio de una acera vacía. No hay escapatoria. Será alguien conocido, pienso. Pero, entonces, ¿por qué no me llama? ¿Por qué no grita mi nombre de una vez? Los pasos se acercan y se colocan a mi lado. Si no llevase puesto el maldito gorro podría descubrir quién es por el rabillo del ojo, pero entre tanta capa de ropa no hay manera. Aguanto la respiración durante un segundo, como si eso pudiera ayudarme. Dentro del bolsillo, aprieto los puños.

Una mano se apoya, suavemente, en mi hombro. Es la señal que necesito. Me giro con brusquedad, queriendo terminar cuanto antes.

Una mujer me mira, sonriente. Reconozco, en medio de mi confusión, a una de las dependientas de la tienda de frutos secos:

-Disculpa, pero tienes la cremallera de la mochila abierta. – Sonríe, todavía, un poco más. – No vaya a ser que alguien te de un susto.

Qué suerte la mía, pienso, mientras balbuceo gracias y permanezco parada, tratando de cerrar la cremallera con los guantes puestos. Si no fuera por esta mujer, alguien podría haberme asustado.

En la foto, una mano a punto de tocarme a través de la niebla.

Un cuento de Navidad

Me había quedado atrapada en el centro de una isleta. Había tenido el tiempo justo para cruzar el primer semáforo, pero no el segundo, lo que me obligaba a esperar, sin escapatoria posible, durante un buen rato.

En esas estaba, lamentando mi suerte, cuando la vi detenerse al otro lado. Era la una de la tarde e iba vestida con un traje de noche. Probablemente venía de un evento, si es que existe algún acto que exija vestir de gala al mediodía. Era joven, así que parecía salida de una graduación que se había alargado demasiado. Hubiera sido mi primera opción si no hubiese ido tan bien peinada, con las ondas de peluquería todavía en su sitio y el vestido apenas arrugado. Había descartado la comida de empresa, demasiado arreglada, y hubiera seguido haciendo cábalas si no fuera porque ella había cruzado el paso de peatones en rojo, acercándose, descubriendo que estaba llorando.

Aquello avivó, todavía más, mi curiosidad. La chica se había detenido a mi lado, dándome la espalda. Miré con disimulo por encima del hombro. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y miraba con insistencia al frente. La pregunta que más me interesaba resolver no era ya de dónde venía, sino qué había sucedido.

La respuesta vino del mismo lugar por el que ella había aparecido. Un chico había cruzado el paso de peatones en dos zancadas. Durante un segundo me sentí como una idiota por llevar tanto tiempo esperando a cruzar una avenida por la que no pasaba ningún coche, pero aquello era demasiado interesante como para preocuparme por los minutos perdidos. Él se había detenido a su lado, en silencio, como los perros cuando esperan a que su amo les ordene que se sienten o que suelten el palo que llevan entre los dientes. Pero no hubo orden, sino queja. Me has dejado sola, dijo ella, aparentando frialdad, aunque la voz le temblaba. Después de estas cuatro palabras, había decidido cruzar, de nuevo en rojo, como si no pudieran permanecer juntos ni un segundo más. ¿Dónde estaba el tráfico cuando se le necesitaba?

Él, por el contrario, esperó a que los semáforos cambiasen a verde. Sentí que ya nada me impedía cruzar la avenida vacía así que, a regañadientes, lo hice.

Al llegar al otro lado, miré hacia atrás. Caminaban uno junto al otro, pero sin tocarse. Volví a girar la cabeza unos metros más allá, arriesgándome a que me atropellara un patinete, y vi que el hueco se había reducido, apenas un hilo de luz entre ambos. Y pensé, cuántas veces nos esforzamos en mantener esos pequeños espacios, aunque nuestros cuerpos nos empujen a su desaparición. O, quizás, esa escena se merecía una onda expansiva en la que ambos cuerpos salieran proyectados de vuelta, cada uno, a un lado de la isleta.

Quién sabe. Yo, a fin de cuentas, sólo estaba esperando para cruzar.

En la foto, el semáforo pidiéndome, insistentemente, que cruce de una vez.
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