Un misterio sin resolver

Después de semanas de aplausos amenizadas por alguna cacerolada entre medias, el piso del vecino diógenes sigue siendo un misterio. En todo este tiempo el balcón, lleno de cachivaches inservibles, ha aumentado su contenido pese a que parecía imposible. En las últimas semanas se han unido a la colección un búho de plástico sobre la barandilla, los restos de una lámpara de pie y unas cajas de cartón de aspecto dudoso. No sé en qué momento aparecen: la persiana siempre está en la misma posición y la ventana nunca ha llegado a abrirse. Si no fuera por la luz que, en ocasiones, se enciende por la noche, pensaría que el piso está abandonado.

Hoy, sin embargo, se ha producido una novedad. Dos personas han aparecido en el balcón. Él, caquéxico, vestía una camiseta interior blanca y unas gafas enormes de aviador. Ella exhibía toda la carne que a él le faltaba y su cabeza, con el pelo recogido en un moño apretado, parecía extremadamente pequeña en relación a su cuerpo. 

La extraña pareja estaba colocando unas planchas de plástico traslúcido en la barandilla. El objetivo parecía claro, y no era otro que ocultar de miradas indiscretas, como la mía, lo que allí van acumulando. Entro en casa preguntándome qué puedes querer esconder cuando parece que ya lo hemos visto todo de ti. Qué te mueve a exponerte a salir al balcón a pleno día, dejándote ver por primera vez en años. Sin duda debía tratarse de un gran misterio que nunca tendría respuesta. 

Es domingo por la noche y acabo de salir al balcón. La mayor parte de la gente duerme, pero la luz de mis vecinos está encendida. El plástico hace pantalla y proyecta en la calle y sobre mi fachada, como si fuera un gigantesco espectáculo de sombras chinescas, tres monstruosas plantas de maría. 

Misterio resuelto. 

En la foto, el segundo acto del espectáculo de sombras chinescas.

5 de junio 2020

Va a haber una segunda oleada. Lo ha dicho Ana Rosa en la tele. El problema es que estoy un poco sorda y no he oído cuándo va a ser, pero parece que ya mismo. Yo aún no he salido de casa, porque cuando sale Pedro a explicar cómo van las cosas me quedo frita y no me entero de nada, así que se me van a juntar las oleadas esas. Por si acaso, como parece que ahora está todo tranquilo, he salido un momento al balcón y lo he dejado todo preparado. Ahora ya puede venir lo que sea. Hale, feliz Navidad. 

La asesina de plantas

Regreso a mi despacho por primera vez en casi tres meses. Compruebo que la cerradura está intacta, como si fuera necesario. Alguien me preguntó hace poco si no me daba miedo tener mis papeles allí guardados. De mi cabeza surgió una nubecita blanca y esponjosa en la que un ladrón con guantes y antifaz forzaba la puerta para hacerse con mi certificado de la ANECA. No parecía muy realista pero era, cuando menos, una imagen divertida. 

El olor a cerrado me golpea con fuerza. Enciendo la luz y lo primero que veo es la planta. Mi Spatifilium está momificado, las antes gruesas hojas verdes se han convertido en estrechas varillas. No es la primera vez que me olvido de ella. Ya había sobrevivido, a duras penas, a las vacaciones pasadas. Qué lástima, pienso, meneando la cabeza, pero no puedo dedicarle más tiempo. Mientras registro el armario, porque yo sí que necesito ese certificado que el ladrón ha despreciado, lanzo una mirada distraída a los cactus. Están intactos. Quién sabe, a lo mejor son de plástico.

Estoy llegando a casa cuando me remuerde la conciencia. Por no hacer, no he echado ni una gota de agua en la maceta, en un intento de reanimación desesperado. Soy una psicópata, pienso, y miro a mi alrededor buscando algo que me consuele de la horrible persona que soy. Mi vista se topa con un montón de plantas en venta en la puerta de un bazar chino. Qué mejor que comprar una nueva en la que redimirme, así que me detengo. Me agacho e inspecciono durante un rato los geranios. No me decido. Después de varios minutos, el chino sale de la tienda y se agacha a mi lado:

— Este es el mejor. —Me dice, cogiendo una con decisión. 

— Gracias, —respondo, sonriendo. —No entiendo mucho, —añado, porque decir que soy una asesina de plantas suena algo brusco.

— Es muy resistente. Es fácil. 

El chino me devuelve el cambio. Diría que, debajo de la mascarilla, está sonriendo. Le devuelvo una sonrisa invisible y salgo de la tienda muy tiesa llevando con cuidado la planta. Esta vez es la definitiva. 

Mierda. Me acabo de dar cuenta de que, tres días después, sigue dentro del armario metida en la bolsa. 

En la foto, mi próxima víctima.

27 de mayo 2020

Tengo tantas ganas de ver el mar que he instalado un acuario en casa. Todo comenzó con una pecera sobre el mueble del salón, algo sencillo, pero ya se sabe cómo son estas cosas. Empecé cambiando el aparador por uno más grande, seguí tirando paredes y terminé cegando las ventanas para no asustar a los peces abisales. Ni siquiera cuando el presidente de la comunidad amenazó con denunciarme al ver a la grúa maniobrando para meter al tiburón en el tanque de agua, me arrepentí de lo que estaba haciendo. Ahora aquí, sentada en mi sofá, me siento flotar. Nada me hace más feliz.  

El sol y la lluvia

En Liverpool trabajaba en un antiguo hospital. Era un edificio de ladrillo rojo y techos altos al que se accedía por una amplia escalinata y en cuyas paredes se conservaban las marcas que habían dejado las bombas en la Segunda Guerra Mundial. Lo sé porque había una placa que así lo indicaba, no porque sea especialista en reconocer desconchones en la pared. 

Mi puesto de trabajo estaba en una nave enorme, con altos ventanales a ambos lados, a través de los cuales podía ver el cielo. Éramos muy pocos para un espacio tan grande, los ingleses fueron unos adelantados a la distancia de seguridad, y todo el mundo permanecía en silencio. Yo llegaba por la mañana y lo primero que hacía era cambiarme los zapatos. Me quitaba las zapatillas de deporte y me ponía mis bailarinas para parecer una persona de bien. Fue ensayo error, después de quedarme sin suelas en medio de un parque, literalmente, cuando aún estaba a un par de kilómetros de casa al poco tiempo de llegar a la ciudad. Después de cambiarme el calzado me sentaba en mi escritorio durante ocho o nueve horas que nunca se me hacían demasiado largas. La verdad es que me encantaba Liverpool. En pocos sitios he estado mejor que allí.

Un día, trabajando, levanté la cabeza. Miré hacia las ventanas de mi izquierda y vi que estaba lloviendo. Qué novedad, pensé. En Liverpool llovía los siete días de la semana, pero gracias al viento que llegaba del mar, también todos los días hacía sol, así que mis genes españoles no sufrían demasiado. Distraída, giré la cabeza al otro lado, hacia los ventanales de mi derecha. El sol brillaba con fuerza. Durante unos segundos me quedé parada, hasta que volví a mirar a mi izquierda, donde seguía lloviendo con ganas. Sí, era cierto. En un lado del edificio llovía y en el otro hacía sol. Miré a mis colegas, todos ensimismados en sus pantallas. Sin perder un momento chisté a mi compañera china, a la que traía por la calle de la amargura con mis conversaciones:

— Yelan. Llueve y hace sol al mismo tiempo. —Le señalé ambas ventanas, por si no me explicaba bien.

— That’s funny, —respondió, porque era mujer de pocas palabras, y había vuelto a teclear en el ordenador.

Yo necesitaba algo más. Me levanté y fui directa hasta Elisa, una siciliana que se entusiasmó con mi hallazgo. No es posible ignorar a una siciliana y a una española, así que, en menos de un minuto, todos estábamos de pie corriendo de un lado a otro de la nave, como niños saltando en los charcos. 

Sí, esta semana utilizo el blog para contar un recuerdo bonito. Sin dobleces, con poca ironía y, por supuesto, sin moraleja. A veces hace falta algo así.

En la foto, la vista desde una de mis ventanas.

21 de mayo 2020

Una de las leyes de Murphy dice que las posibilidades de perderte son directamente proporcionales a las veces que te dicen que no hay pérdida. Así me siento yo estos días. Ponte la mascarilla cuando haya menos de dos metros de distancia, me dicen. Es fácil, añaden. No se atreven a decir nada más porque pueden ver cómo cambio de color, del blanco al rojo, y cómo empiezo a sudar profusamente. Lo ven porque aún no me he puesto la dichosa mascarilla, claro. Que yo soy matemática, no se me puede decir eso. ¿Dos metros cómo? ¿De radio? ¿Exactos o a ojo de buen cubero? Después de caminar tres baldosas con el metro de carpintero extendido frente a mí, mi marido me lo arranca de las manos y lo tira a una papelera. ¡Qué mal genio! Al final, hemos terminado en este sitio. No lo he medido, pero creo que respeto la distancia de seguridad. 

Ropa blanca

Los vecinos del bajo han tendido una colada de ropa blanca. La ropa blanca tiene algo de festivo, de alegre, de película veraniega en la que, en un campo verde, crecen las amapolas y corren los niños descalzos. Aquí no hay nada de eso: el patio de manzanas no tiene nada de fiesta, ni de veraniego ni, mucho menos, de naturaleza. Es, lo que podría llamarse, un patio de manzanas urbano tirando a feo.

Me detengo con las manos en el teclado. Patio de manzanas feo probablemente sea un pleonasmo. Isabel, te estás yendo de tema. Sigo escribiendo.

Miraba la ropa y añoraba una primavera distinta a esta. Pensaba en los caminos que no he recorrido, en las montañas que hace demasiado tiempo que no veo y en todos esos bocadillos que no me he tomado sentada al lado de un río. Sí, me imaginaba comiendo, porque para mí la comida es sinónimo de alegría. Y no, no pensaba en la alergia, porque todos los sueños son perfectos y en ellos no estornuda nadie. 

Pensaba en todo eso cuando ha salido a la terraza el padre de familia. Se ha detenido, ha mirado a su alrededor sin verme y ha sacado el paquete de cigarros del bolsillo. Se ha puesto a fumar paseando arriba y abajo, a pocos centímetros de la ropa blanca. Me he enfadado, porque esa ropa tenía toda la pinta de haber sido lavada con kilos de suavizante y el olor, ese maravilloso olor a ropa limpia, se estaba echando a perder. Cuando me estaba planteando tirarle una pinza a la cabeza, lo único que tenía cerca, ha terminado el cigarro y ha entrado en casa.

La tranquilidad no ha durado mucho, ya que la madre ha aparecido en la terraza con la taza de café en la mano. Ha ido directa hasta la cuerda de tender la ropa y ha ido pasando la mano por cada una de las prendas, comprobando si estaban secas. Mientras lo hacía, sorbía el café. Me he agarrado a la barandilla con fuerza, temiendo que una gota saltase en cualquier momento, estropeándolo todo, pero al parecer no ha ocurrido. Cuando ha terminado su comprobación y ha dado un paso atrás se me ha escapado un suspiro de alivio. Estaba a salvo.

En ese momento ha llegado la niña. Sin que nadie lo evitase ha corrido directa hacia la ropa y se ha lanzado sobre ella, abrazándola y, sin duda, dejando un rastro de mocos. La madre, como único gesto, le ha tocado un poco la cabeza cuando iba por la tercera sábana. Algo que, como podéis imaginar, no ha tenido el más mínimo efecto.

Se han ido, pero yo he seguido mirando la ropa blanca un poco más. Ya no me parece verano, ni tampoco día de fiesta. Hay cosas que siempre, al final, se terminan ensuciando.

En la foto, la ropa blanca a la espera de que alguien la ensucie de nuevo.

14 de mayo 2020

Ya han abierto el bar de debajo de casa. Bajo corriendo el primer día, a primera hora, no vayan a quitarme el carnet de españolidad. Una vez allí, ya no lo tengo tan claro. En teoría puedo juntarme con nueve amigos más, pero son las nueve y media de la mañana y, franjas horarias aparte, igual tienen algo que hacer. Después está el tema del espacio: en este bar cabemos diez personas si nos ponemos todas en la misma baldosa. Yo no soy de números, pero creo que eso no cumple la distancia de seguridad. Así que me quedo solo, pero como no quiero que nadie me agüe la fase uno, pido como si fuéramos un grupo. Levanto el primer vaso, brindo con mis amigos des-confinados invisibles, y me tiro la bebida por encima de la mascarilla. Esto debe de ser la nueva normalidad. 

Nocturno

La primera vez que llegué a Estambul lo hice de noche.

Los vuelos charter siempre tienen los peores horarios. Cuando el autocar nos recogió en el aeropuerto para llevarnos hasta la ciudad ya era noche cerrada. Yo miraba y miraba por la ventanilla, porque aunque en condiciones normales me duermo con el menor traqueteo, al viajar no cierro los ojos. Es una regla no escrita: parpadear lo mínimo posible para no perder detalle.

Mi madre llevaba años hablando de Estambul. Me había contagiado su curiosidad, la ilusión ante la ciudad de los bazares y las mezquitas. Pero la visión desde detrás de la ventanilla era deprimente. Una ciudad que no aparecía nunca. Unos barrios cualquiera de la periferia. Cuando, al fin, entramos en la ciudad, solo vi casas pequeñas y bajas que en nada se parecían a lo que había imaginado. Era ya de madrugada cuando el autocar se detuvo en una calle cualquiera y todos descendimos, muertos de sueño. Cumplimos el ritual de esperar a que el conductor sacara las maletas, ese en el que tu equipaje siempre sale el último. Apelotonados en el hall del hotel aguardamos entre bostezos a que gritaran nuestro nombre para irnos a dormir al número de habitación indicada. Son todos estos rituales de los viajes organizados —las listas, las esperas, los recuentos constantes como a  niños pequeños que se pierden y, lo peor, en los que siempre se pierde alguien — lo que me hace renegar, desde que tengo uso de razón, de las agencias de viajes. 

Por fin subimos a la habitación. Fuera, la ciudad era una masa oscura, pero yo no quise acostarme todavía. Miraba por la ventana de forma insistente, tanto, que al final distinguí, entre sombras, lo que parecía una cúpula y un minarete. Eso me tranquilizó. Al menos, había mezquitas. Entonces, alguien empezó a cantar. La primera vez que se escucha el adhan nunca se olvida. Atenta al cántico, todavía de noche, comprendí que había llegado al lugar correcto y, por fin, me fui a la cama.

Hace menos de un mes debería haber estado allí de nuevo. Nos quedamos sin mes de abril, pero por suerte hay uno en cada calendario. 

Una última cosa: si podéis evitarlo, nunca lleguéis de noche. A los sitios nuevos, se llega de día. Es otra de mis reglas no escritas.

En la foto, el espectacular paisaje camino de la ciudad.

7 de mayo 2020

Llevo un par de días dándole vueltas. Me da pena que J2 solo pueda salir de paseo una hora, a un kilómetro de distancia. Así que hoy he decidido darle una sorpresa. La he despertado a las 6 de la mañana, porque no había tiempo que perder, y la he montado en la bici. Ya sé que los niños salen a partir de las 12 pero, técnicamente, no pisaba el suelo, así que no cuenta. Una vez en la calle, he pedaleado como si me fuera la vida en ello. La cría se ha despertado y la he ido entreteniendo a base de galletas y plátanos. He pedaleado tanto que no sé dónde estoy, a mí este sitio no me suena de nada. Se está haciendo de noche y estoy cansada, así que he llamado a J1 para que venga a buscarnos. Ya verás como nos pille la policía, tres en el mismo coche y con una niña pasadas las 7. Voy preparando el dinero para la multa.

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