La cuesta de enero

Después de unos cuantos días de vacaciones, de festejos varios, reencuentros con amigos y comida y bebida en abundancia, llega el momento de volver al trabajo. No es demasiado traumático: a fin de cuentas, soy un adulto ejemplar, y además me creí que, si me gusta a lo que me dedico, no tendré que trabajar el resto de mi vida. Aunque el despertador sonando a las 7 de la mañana con este frío se parezca, peligrosamente, a la idea que uno tiene de trabajar.

Camino hacia mi puesto de trabajo repasando las tareas pendientes. El final del 2019 fue casi infernal, pero constato con satisfacción que, pese a todo, logré dejar las cosas en orden. Ese pensamiento me pone contenta y me hace sentirme orgullosa. Así, con una sensación de ligereza que me hace andar con rapidez, junto con el frío que me impulsa a llegar, me acerco a mi edificio dispuesta a empezar el año con buen pie. De lejos, veo que algo ha cambiado: la entrada al edificio. Han sustituido la obsoleta puerta anterior, una doble hoja acristalada que había que empujar – o tirar – utilizando las dos manos, por una moderna puerta automática con el logo de la institución. La visión de la nueva entrada me hace esbozar una sonrisa. Hay algo de promesa en ello, como si todo fuera a ser más sencillo a partir de ahora.

Así que me acerco, decidida, sonriendo al comienzo del nuevo año. Cuando estoy a dos pasos de la puerta el sensor me detecta correctamente y comienza a abrirse. Todo funciona a las mil maravillas.

Dos pasos después, mis hombros colisionan con fuerza contra el cristal. Sin detenerme, tratando de disimular el golpe, me contorneo para colarme dentro del edificio, lanzando una rápida mirada a mi alrededor para cerciorarme de que nadie me ha visto.

A veces nuestros pensamientos van demasiado rápido y la realidad te pone en su sitio, imponiendo su propia velocidad. Esto es a lo que yo llamo «cuesta de enero».

En la foto, yo vengándome de la puerta nueva.

Un cuento de Navidad

Me había quedado atrapada en el centro de una isleta. Había tenido el tiempo justo para cruzar el primer semáforo, pero no el segundo, lo que me obligaba a esperar, sin escapatoria posible, durante un buen rato.

En esas estaba, lamentando mi suerte, cuando la vi detenerse al otro lado. Era la una de la tarde e iba vestida con un traje de noche. Probablemente venía de un evento, si es que existe algún acto que exija vestir de gala al mediodía. Era joven, así que parecía salida de una graduación que se había alargado demasiado. Hubiera sido mi primera opción si no hubiese ido tan bien peinada, con las ondas de peluquería todavía en su sitio y el vestido apenas arrugado. Había descartado la comida de empresa, demasiado arreglada, y hubiera seguido haciendo cábalas si no fuera porque ella había cruzado el paso de peatones en rojo, acercándose, descubriendo que estaba llorando.

Aquello avivó, todavía más, mi curiosidad. La chica se había detenido a mi lado, dándome la espalda. Miré con disimulo por encima del hombro. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y miraba con insistencia al frente. La pregunta que más me interesaba resolver no era ya de dónde venía, sino qué había sucedido.

La respuesta vino del mismo lugar por el que ella había aparecido. Un chico había cruzado el paso de peatones en dos zancadas. Durante un segundo me sentí como una idiota por llevar tanto tiempo esperando a cruzar una avenida por la que no pasaba ningún coche, pero aquello era demasiado interesante como para preocuparme por los minutos perdidos. Él se había detenido a su lado, en silencio, como los perros cuando esperan a que su amo les ordene que se sienten o que suelten el palo que llevan entre los dientes. Pero no hubo orden, sino queja. Me has dejado sola, dijo ella, aparentando frialdad, aunque la voz le temblaba. Después de estas cuatro palabras, había decidido cruzar, de nuevo en rojo, como si no pudieran permanecer juntos ni un segundo más. ¿Dónde estaba el tráfico cuando se le necesitaba?

Él, por el contrario, esperó a que los semáforos cambiasen a verde. Sentí que ya nada me impedía cruzar la avenida vacía así que, a regañadientes, lo hice.

Al llegar al otro lado, miré hacia atrás. Caminaban uno junto al otro, pero sin tocarse. Volví a girar la cabeza unos metros más allá, arriesgándome a que me atropellara un patinete, y vi que el hueco se había reducido, apenas un hilo de luz entre ambos. Y pensé, cuántas veces nos esforzamos en mantener esos pequeños espacios, aunque nuestros cuerpos nos empujen a su desaparición. O, quizás, esa escena se merecía una onda expansiva en la que ambos cuerpos salieran proyectados de vuelta, cada uno, a un lado de la isleta.

Quién sabe. Yo, a fin de cuentas, sólo estaba esperando para cruzar.

En la foto, el semáforo pidiéndome, insistentemente, que cruce de una vez.

Magdalenas

Se tuvieron que apartar para que yo pudiera acercarme a la barra.

Eran dos: el mayor vestía traje gris, y su pelo cano empezaba a clarear en algunas partes. El más joven llevaba un traje azul marino, de corte actual, y una libreta debajo del brazo. Al apartarse, dejándome sola delante del chino que, en esos momentos, se ocupaba de atender la barra, habían cruzado una sonrisa cargada de suficiencia.

Sí, lo reconozco. Hay personas que me caen mal a primera vista. Y esos dos me cayeron fatal. Mientras el camarero servía las dos cañas, no había podido evitar mirarlos. Acodados en el otro extremo de la barra, el mayor de ellos increpaba a la otra camarera, una china que estaba secando vasos:

– No hacéis más que pedirme tazas. Vajilla, vajilla y más vajilla. Y cuando vengo por aquí, ¿Qué me encuentro? Que las magdalenas son de otros.

Hablaba con un tono de voz innecesariamente alto, haciendo aspavientos. El joven, mientras tanto, permanecía acodado en la barra, mirando de arriba a abajo a la mujer.

– Vosotros gastando vajilla y las magdalenas no son nuestras, – había insistido, como si el origen de las magdalenas fuera la mayor de las afrentas. – ¿Cómo queréis que me lo tome?

Había regresado a mi mesa cargando las cervezas y de visible malhumor. Aquellos tipos me estaban poniendo de muy mala leche. Los seguí espiando mientras bebía a sorbos mi caña. Por fin se alejaron de la barra, dieron un par de vueltas por el local como si fuera suyo y, al final, se apostaron en la puerta de entrada.

No tuvieron que esperar mucho. En seguida apareció el jefe, un hombre de unos cincuenta años, bajo pero de complexión fuerte. Los tres habían tomado asiento frente a una mesa. Los dos hombres a un lado. El chino, en el otro. Mentalmente le había mandado fuerzas. «No te achantes» había pensado y, como si me hubiera escuchado, se había echado ligeramente hacia atrás y extendido el brazo derecho sobre la silla que quedaba libre. En ese momento, supe que todo iba a ir bien.

Minutos más tarde, cuando me acerqué a pagar a la barra, lancé una última mirada hacia la mesa. Los vendedores se habían callado, y el chino hablaba con serenidad y gestos tajantes. Había esperado a que los camareros dejasen de mirarlos para pedir la cuenta:

– Vaya gilipollas, – había comentado, en ese momento, el camarero a su compañera.

– Integral. Pero el jefe le está poniendo en su sitio. Eso les pasa por tratarnos como a idiotas.

Por supuesto, eso lo dijeron en chino, pero no me importó. A veces no hace falta entender el idioma para comprender lo fundamental.

En la foto, yo fingiendo que escucho la conversación de mi acompañante cuando, realmente, estoy mirando al chino.

Un paseo por la Quinta Avenida

Cuando mis padres vinieron a visitarme a Nueva York, preparé un programa digno de la mejor guía turística. En él estaban representados, en un equilibrio casi perfecto, los must de la ciudad junto a otros lugares no tan conocidos que conformaban mi NYC particular. La lista era tan larga y el tiempo tan limitado, que fue todo un reto.

Era la primera noche del viaje cuando, contentos pero cansados, volvíamos paseando al apartamento. Habíamos dado un pequeño rodeo para regresar por la Quinta Avenida. Era el único momento del día en el que me gustaba pasear por ahí, cuando las hordas de turistas ya habían desaparecido, el tráfico se había visto reducido a su mínima expresión y el espectáculo de luces provenientes de las tiendas de lujo lucía en todo su esplendor. Así, nos detuvimos en el gigantesco escaparate de Gucci, situado en los bajos de la Trump Tower. Dos maniquíes se erguían, solitarios, en el centro de un local enorme. Habíamos hablado sobre ello durante unos minutos: de lo suntuoso del lugar, del concepto del lujo y de cómo la ropa cobraba otra dimensión, convirtiéndose en arte. También hicimos otros comentarios más mundanos, como a cuánto tenías que vender cada prenda para que un local de esas características te saliera rentable o con qué productos había que limpiar para que todo luciera tan brillante.

En esas estábamos, extasiados, cuando un elemento atrajo nuestra atención. Desde el fondo de la tienda, en dirección al escaparate, algo se aproximaba. Lento pero implacable. Destacando sobre el suelo de mármol blanco, e iluminada bajo los focos, una cucaracha había llegado hasta el cristal. Allí se había detenido, a apenas un metro de nosotros, dejándonos que la contempláramos en silencio. Unos segundos después se había dado la vuelta, regresando al lugar del que había salido.

Probablemente, ésta sea una estupenda metáfora de la vida. Para mí, ilustra, sobre todo, una cosa: Nueva York, bajo las luces, está atestada de cucarachas.

En la foto, yo fingiendo que no he visto nada.

El orgullo

El otro día me caí de la bici.

Sí, tal vez debería haber guardado esta información para más adelante. Podría haber jugado al despiste para, en el clímax, terminar el post con una caída. El caso es que ya he desvelado el secreto y no lo lamento. Como mucho, puedo arrepentirme de haber cogido la bicicleta lloviendo en vez de un autobús, como hace la gente de bien. O de no haber frenado lo suficiente al subirme a la acera para aparcar. O de haber frenado demasiado, lo que propició que mi rueda trasera derrapara y me estampara contra el suelo.

Mi historia comienza en el momento exacto en el que la bicicleta se inclina demasiado y doy con mi costado izquierdo en el suelo. El chaquetón amortiguó en parte el golpe, nadie me negará que las caídas invernales son mejores que las veraniegas, pero no evitó que sintiera un dolor punzante en la cadera y en el codo. Me levanté, confundida, pues toda caída en la edad adulta tiene su punto de sorpresa, y levanté como pude la bicicleta del suelo que, de repente, pesaba un quintal.

– ¿Estás bien?

Un señor corría hacia mí a toda velocidad, agitando mucho los brazos. Mi caída ha debido ser de lo más aparatosa, había pensado.

– Todo bien, gracias. Parece que se ha quedado en un susto.

– ¿Seguro que no te has roto nada?

– Nada de nada, tranquilo. No se preocupe.

Yo, que soy de poco hablar, y más con desconocidos, le había sonreído. Dando por zanjada la conversación había empezado a caminar empujando la bici, dispuesta a cubrir la veintena de metros que me separaban de la parada. El hombre había expresado su alegría y regresado por donde había venido, pero había otro espectador, una chica joven con un perro, que no se movía. La había mirado, dispuesta a dedicarle, también, mi mejor sonrisa:

– El golpe duele, – había dicho, por fin, arrastrando las letras. – Pero lo que más duele, es el orgullo.

Había dado un tirón a la correa y se había dado la vuelta, considerando que ya había hecho su trabajo.

Tenía razón. Eso sí que dolía.

En la foto, lo último que vi antes de quedarme sola.

Un mundo de likes

Corría, como habitualmente suelo hacer, para intentar terminar unos recados antes de que llegase la hora de la cena. Así subía y bajaba aceras, sorteaba a peatones más lentos que yo y giraba en las esquinas esperando no chocarme de bruces con nadie que tuviese la misma prisa que yo.

En estas me encontraba cuando apareció ante mí la peor de las situaciones posibles: un corrillo detenido en medio de la acera. Lo conformaban un matrimonio mayor y una mujer de mediana edad – como yo ya tengo mis años, mediana edad es, en la actualidad, alguien que ronda los cuarenta y muchos. Cuando yo alcance esa edad es de esperar que, a esa definición, se le sumen unos cuantos años más. – Los tres parecían haberse encontrado a mitad de paseo y estaban disfrutando mucho de su compañía. Tanto, que se habían olvidado de echarse a un lado.

Probablemente solté un bufido para mis adentros, e hice un quiebro para adelantarlos. La maniobra me obligó a aminorar el paso y ahí fue cuando pude escuchar dos frases, ni una más, de la conversación:

– Está muy contento. Tiene 5000 seguidores.

– A mí me gusta mucho su blog. Siempre le doy al like.

Y los tres habían reído, felices ante ese panorama tan favorable.

La conversación me obligó a girar la cabeza cuando ya los había sobrepasado. A mirar a la mujer de cuarenta y tantos que reía con la boca muy abierta y su melena castaña al viento. A observar, de arriba a abajo, a los dos abuelos que, cogidos del brazo, la espalda inclinada y bastón en mano, hablaban con tanta soltura de blogs y de likes.

Me obligó también a sonreír, sin llegar por ello a aminorar el paso. Sonreí pensando en lo bonito que sería tener un blog y que esos abuelos me siguieran y me dieran, no uno, sino un mundo de likes.

En la foto, aspecto del paso de peatones cuando tengo prisa.

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