5 de marzo 2020

— ¿Nos podemos ir ya?

— Camille, no seas bruta. Si apenas he empezado a pintar.

— Esto es aburridísimo. Aquí sólo hay mosquitos. ¡Me están comiendo viva!

— Es un paisaje idílico. Fíjate bien: el agua, el puente, el reflejo de los árboles sobre el río. ¿No te parece maravilloso?

— Es lo mismo de siempre, Claude. 

— Eso no es verdad. Ya verás cuando dibuje los nenúfares. ¡Te va a encantar!

— Tú y tus nenúfares. Me tienes harta. 

Camille arruga la nariz en un gesto que la hace parecer una niña pequeña. Él decide ignorar el comentario. 

— Si tan cansada estás de los nenúfares, dime: ¿Qué añadirías tú al cuadro?

— Unas piernas saliendo del agua, como nadadoras de sincronizada —había respondido Camille sin dudarlo. —O una mujer desnuda. Ahí mismo, en el césped, mientras hace un picnic. 

— Ajá…

Ambos habían permanecido callados durante los siguientes minutos, sin mucho más que decir. Finalmente, Camille había hablado con voz hosca:

— Estás pintando nenúfares, ¿verdad?

— Exactamente.

— Lo sabía. 

26 de febrero 2020

Como siempre, vamos tarde. Hemos invertido cinco largos minutos en buscar mis llaves, que habían desaparecido misteriosamente, hasta que me he dado cuenta de que estaban guardadas en el bolso. Cuando por fin llegamos a la reunión, sudados y de mal humor, ya han sacado la guitarra. La madre de uno de los niños me explica que la tutora quiere enseñarnos las canciones de este mes y, sin más demora, se arranca con un Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva. Esta me la sé, pienso, segura de mí misma, pero cuando me lanzo a cantar la profesora, de normal dulce y sonriente, me fulmina con la mirada. Esa nota es un sol, me corrige, acusadora. No un la. Y, después de asegurarse de que me ha quedado claro, vuelve a empezar. Intentando disimular mi bochorno inclino la cabeza y no me atrevo a levantarla del suelo, hasta que alguien me tira un papelito. Sorprendida, lo recojo de debajo de la silla con rapidez y, temiendo la mirada de la profesora, lo leo a escondidas: cada vez es más difícil ser padre, dice.

19 de febrero 2020

– Primero, un chorro de aceite. Cuando esté caliente, sofríes un trozo de cebolla y de puerro. Añades después un puñado de arroz y una pizca de perejil. Agua, la que admita.

– ¿Y sal? – Trato de retener todas las instrucciones mientras miro preocupada la encimera

– Ay, hija, pues qué va a ser. Con un pellizco de sal es suficiente.

Me quedo en silencio. Tengo la sensación de que se han dicho todas las palabras pero sigo sin tener ni idea de cómo preparar el plato. 

– ¿Te ha quedado claro? – Insiste mi madre al otro lado de la línea, impaciente por volver a sus cosas.

– ¿Y si en vez de cuatro somos seis? – Pregunto a la desesperada, tratando de encontrar una referencia. – ¿Cómo lo hago?

– Hija, pues como todo en esta vida: a ojo. 

12 de febrero 2020

Cuando regresaba al pueblo, todo le parecía nuevo. Tenía la sensación de estar en un sitio más limpio, más auténtico, un lugar donde hasta la luz tenía una tonalidad distinta. El tiempo transcurría a un ritmo diferente, lo que le hacía replantearse la vida en la ciudad y su ritmo frenético. Cada cierto tiempo se planteaba cambiar de vida, buscar un trabajo que pudiera hacer a distancia y venirse al campo, con su abuela, a la vieja casa de piedra de la familia. Allí todo era real, la comida sabía mejor y hasta las flores… Ay, las flores que su abuela tenía repartidas por toda la casa olían como ninguna otra.

– ¿En qué piensas, hijo?

– En tantas cosas, abuela. – Estaba asomado a la ventana de su habitación, en la tercera mañana de vacaciones. Con cuidado, había tocado las flores que tenía frente a él. – Aquí todo es mejor que en la ciudad. El aire, la tranquilidad, la franqueza de la gente. Hasta las flores. ¡Qué mano tienes con las plantas, abuela!

– Y tú qué tonto eres hijo, si son de plástico. 

5 de febrero 2020

– ¿Dónde cree que va?

– Disculpe, pero tengo una reserva.

– ¡Todos tenemos reserva! – Había gritado una mujer a mis espaldas, dándome un empujón. – ¡Póngase a la fila!

– No se lo tome como algo personal, – me había dicho un señor, tocándome el hombro, cuando me dirigía al final de la cola. – Le habla así a todo el mundo.

– Gracias. ¿Sabe si hay que esperar mucho?

– A nosotros nos han dicho que, si nos sentábamos en la terraza, nos atenderían antes. Ya sé que hace frío, pero hemos pensado que merece la pena. 

– Lo malo, – había añadido una mujer, también sentada en una de las mesas exteriores. – Es que llevamos aquí media hora y todavía no nos han sacado la carta.

– ¡Madre mía! – Había exclamado, asustada. – No tenía ni idea de que este restaurante se pusiera así. 

– Ay, amiga, – había sonreído la chica que me precedía en la fila. – ¡Es que aquí se come de película!

29 de enero 2020

Llevo dos horas cargando la botella vacía de agua. Hace cinco minutos he estado a punto de sucumbir y de tirarla a una papelera normal y corriente. Lo hubiera hecho, pero en ese momento mi hijo mayor ha clavado sus ojos en los míos y ha preguntado, en voz más alta de lo normal: “No irás a tirar la botella de plástico en una papelera normal. ¿Verdad, mamá?”. No hay nada más serio que un niño serio, y aunque debería sentirme orgullosa de la educación medioambiental que les he dado, hubiera querido matarlo. Maldita Greta y maldito cambio climático.  Cada vez que hablan por megafonía me detengo cual perrillo con las orejas levantadas, deseando que digan mi nombre para tener una excusa y abandonar el botellín a su suerte. Como si fuera a entender una palabra. Así que aquí seguimos, dando vueltas por un centro comercial atestado de gente cargando un botellín que me inutiliza una de las manos.Si alguien ve una papelera amarilla que me avise, por favor. Quiero irme a casa. 

23 de enero 2020

Mi mujer me ha dicho que no saliera de casa hoy. Como si soportase quedarme encerrado.  Que había nevado mucho y que iba a coger una pulmonía. Ella no sabe que de pequeño, en el pueblo, todos los inviernos me tocaba caminar varias horas bajo la nieve. Después me ha dicho que estoy cegato, que pisaría una plancha de hielo y me caería y me rompería la cadera, y que ella no estaba dispuesta a acabar en el hospital. Vaya estupidez. Tengo cataratas pero puedo ver todavía a muchos metros de distancia. Después ha sacado la última carta, la de la demencia. Que se me va la cabeza, dice, que no se me puede dejar solo. Al final se ha hartado de darme órdenes y me ha dicho que hiciera lo que quisiera, que soy un viejo inaguantable y cabezota. Justo lo que quería oír. Así he tenido excusa para irme dando un portazo, fingiendo que estoy muy ofendido. Como si me importase.  

En fin, gracias por escucharme. Es agradable tener vecinos tan amables.

16 de enero 2020

Celia es la mejor trabajadora que una empresa podría tener: cumplidora, eficiente, ordenada. Todo lo contrario a mí, que sobrevivo como puedo en una mesa caótica, no sé en qué día vivo y siempre corro de un lado para otro. Todas las mañanas, cuando entro en el despacho, ella ya está ahí, con los ojos fijos en la pantalla del portátil y tomando notas en su cuaderno con un bolígrafo impecable, no como mi boli bic, completamente mordisqueado. Sí, la pobre es un muermo. Por eso, al llegar esta mañana a la oficina, me he dado un susto terrible. Ahí estaba mi mesa tal y como la había dejado. Pero Celia, ¡Celia no estaba! Así que me he puesto a mirar a mi alrededor, detrás de la puerta y debajo de la mesa, no vaya a ser que, después de años de total aburrimiento, hubiera decidido gastarme una broma. No la he encontrado. He salido entonces al pasillo para preguntar por ella, pero no había nadie. Entonces lo he visto claro: aquello tenía que ser un apocalipsis zombie o una alerta nuclear o, probablemente, un escape nuclear que había terminado con la mitad de la población convertida en zombies. He empezado a temblar cuando, de repente, mi móvil ha vibrado en el bolsillo, haciéndome dar un salto. Era mi madre, que si iba a comer. Había hecho pollo asado, como todos los domingos.

9 de enero 2020

Sí, lo sé, llego tarde. Pero no vas a creerte lo que me ha pasado. Yo salía de casa, iba bien de tiempo, te lo juro. No me había dejado la olla al fuego, ni me había olvidado la tarjeta del autobús, ni había salido con un calcetín de cada color. Tienes razón, una vez salí de casa con un zapato distinto en cada pie, pero no me interrumpas. El caso es que yo salía del portal cuando, de repente, me he chocado con un zanco. ¿Te lo puedes creer? He tardado un momento en darme cuenta de lo que era. Al principio he pensado que era un palo que se había olvidado alguien allí, en la acera, pero de repente se ha movido y, al levantar la cabeza, he descubierto que había alguien encima. ¡Qué susto, ni te lo imaginas! Y, para colmo, el de los zancos no estaba solo, había cuatro, o cinco más. Pero, espera, que falta lo mejor: llevaban una estrella gigante sobre ellos, una estrella de proporciones bíblicas. Estaba alucinada, mirándola, cuando el que parecía el jefe me ha preguntado que por dónde caía Sos del Rey Católico. Sí, yo he pensado lo mismo, hasta se lo he dicho, que si no tendrían que ir a Belén en vez de a Sos. ¿Sabes qué han hecho? ¡Se han partido de risa! ¡Como si les hubiese contado un chiste! Se han reído tanto que casi se caen de los zancos. Y va uno y me responde que a ver si pienso que sólo hay una estrella. Que hay millones y que debería mirar más al cielo. Para ver las estrellas y para no irme chocando con la gente que camina sobre zancos. Una locura. Anda, vamos a merendar algo, que me muero de hambre.

1 de enero 2020

Anoche cené a las ocho y media, como es mi costumbre. Me tomé mi plato de sopa y, después, me senté en el sillón con el libro que tengo entre manos. Pasé por el baño a las diez de la noche y, a las diez y diez, ya estaba en la cama. De camino al dormitorio vi que varios vehículos habían aparcado frente a la puerta de mis vecinos, y uno de ellos obstruía la salida de mi garaje. Decidí pasarlo por alto, aunque a regañadientes, porque no tengo coche desde hace varios años. Si hubiera sabido lo que venía después, habría llamado a la guardia civil. Mis vecinos gritaron durante horas, especialmente en torno a la media noche. Pusieron música estridente y bailaron sin importarles que yo intentase descansar. No he podido conciliar el sueño hasta la madrugada. Esta mañana cuando, cansada y de mal humor, daba mi paseo diario por la playa, he descubierto que el banco en el que suelo sentarme estaba ocupado por un pantalón abandonado. He parpadeado varias veces ante esa visión inesperada. No sé qué demonios pasó ayer, pero ni que fuera la última noche del año.

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